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Juan Ramón Rallo

Los faros del capitalismo

Los precios de mercado, que se encuentran en permanente cambio según las fluctuantes condiciones de la demanda y de la oferta, permiten un elevadísimo grado de coordinación voluntaria y mutuamente beneficiosa entre todos los agentes económicos.

Los precios de mercado, que se encuentran en permanente cambio según las fluctuantes condiciones de la demanda y de la oferta, permiten un elevadísimo grado de coordinación voluntaria y mutuamente beneficiosa entre todos los agentes económicos.

Que el capitalismo nos conduce al caos parece algo evidente desde el momento en que multitud de individuos toman decisiones por su riesgosa cuenta y fijándose poco o nada en las decisiones que ha tomado el vecino. ¿Cómo esperar la más mínima pizca se sensatez colectiva de un sistema que se asienta en la atomizada disposición de los recursos? Bueno, aunque le cueste creerlo, el mercado llega a un orden sin plan; un orden que, por supuesto, dista mucho de ser perfecto –pues en tal caso, ¿qué sentido tendría continuar recurriendo al mercado?– pero que en todo caso es superior a las ordenaciones de recursos que puedan lograrse por vías alternativas (a través del ordeno y mando estatal).

¿Y cómo logra ese impersonal mercado coordinar a todos los seres humanos? No esperen que les cuente otra vez la historia de la mano invisible, analogía que todos pretenden haber entendido por cuanto guarda de similar con un planificador que centralizadamente distribuye los recursos allí donde sabe (¿seguro que lo sabe?) que son más valiosos. No, la manera de alcanzar la cooperación social a través del mercado es un tanto más compleja y pasa especialmente (que no exclusivamente) por el sistema de precios.

Tengamos presente que un precio es sólo el rastro que ha dejado un intercambio mutuamente beneficioso entre dos partes. Es una ratio entre las mercancías entregadas y las mercancías recibidas, una de las cuales, tras abandonar el trueque, pasa a ser el dinero. Al observar un precio, pues, podemos sentenciar que en ese momento histórico, cuando las dos partes se traspasaron sus respectivas mercancías, ambas creían que iban a salir ganando.

Y esto, créanme, da mucho juego. Al cabo, si empresarialmente descubrimos que en Burgos hay un pastor que está dispuesto a vender su lana por 5 monedas de oro, que en Madrid hay un obrero que acepta cardarla e hilarla por 10 monedas más, que para llevarla a Valencia hemos de abonarle al transportista 3 monedas y que una vez allí los consumidores valencianos suelen pagar por la ropa 25 monedas, podremos lucrarnos al lograr que el pastor, el obrero, el transportista y los consumidores se coordinen merced a intercambios mutuamente beneficiosos. Y no olvide que si los consumidores disponen de 25 monedas de oro es porque previamente han contribuido a producir o comercializar otros bienes que otros consumidores han valorado en más que esas 25 monedas de las que se han desprendido.

Supongamos ahora que otra persona cree poder producir colchones de lana por 30 monedas de oro y venderlos por 35. En tal caso, el colchonero le arrebatará la lana al ropero debido a que puede abonarle al pastor un precio más alto al de este último. De este modo, la lana actualmente existente se dirigirá hacia su uso más importante, que no es la fabricación de ropa sino de colchones. ¿La razón última? Que, a cambio de su lana, los compradores de colchones están dispuestos a entregarle al pastor más bienes de consumo que los que están dispuestos a traspasarle los compradores de ropa y, por tanto, a éste le conviene más proporcionársela a los primeros que a los segundos.

A largo plazo, sin embargo, si al pastor le cuesta producir la lana bastante menos de lo que el ropero y el colchonero están dispuestos a pagarle por la misma, éste tenderá a criar más ovejas –aunque fuera contratando a otros trabajadores para vigilarlas– para poder suministrársela a sus dos clientes y para que éstos, a su vez, puedan producir tanto ropa como colchones de lana para los consumidores. Eso sí, tengamos presente que el aumento de la producción de lana se realizará a costa de la reducción de la producción de otros bienes y servicios, pues el mayor número de trabajadores, tierras o forraje necesario para criar más ovejas será detraído procederá de otros proyectos empresariales que no llegarán a completarse, por ejemplo la producción de trigo y de pan: simplemente, la evolución de los precios de los bienes de consumo y de los factores productivos (lo que llamamos costes) indicará que hay que fabricar más colchones y más ropa (y, por tanto, más lana) y menos pan.

Mas, ¿qué sucedería si el colchonero le arrebata la lana al ropero y, sin embargo, los mismos consumidores que en el pasado habían desembolsado 35 monedas por los colchones ya no siguen dispuestos a hacerlo? Pues que el colchonero se comerá una pérdida que equivaldrá a la riqueza de aquellos bienes que ha impedido que se crearan (la ropa) y en lo sucesivo el ropero podrá volver a abastecerse del pastor burgalés sin que el pastor tenga que producir más lana a costa de que se hornee menos pan. ¿Moraleja? Los precios relevantes son los futuros y esos jamás podemos conocerlos con certeza (por si alguien lo dudaba, no somos prescientes), sólo podemos tratar de anticiparlos fijándonos, en parte, en los precios pasados.

En definitiva, los precios de mercado, que se encuentran en permanente cambio según las fluctuantes condiciones de la demanda y de la oferta de los distintos bienes y servicios, permiten un elevadísimo grado de coordinación voluntaria y mutuamente beneficiosa entre todos los agentes económicos. Como decíamos al comienzo, no es ni mucho menos una coordinación perfecta, pero sí, desde luego, una coordinación mucho mayor –sobre todo cuando se la complementa con otras instituciones espontáneas propias del libre mercado– que la que puede darse por parte del Estado, esto es, fuera del mercado. Por eso el socialismo y el intervencionismo generalizado no funcionan.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

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