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Ángel Martín Oro

El simplismo sobre la desigualdad

Ni un aumento ni una reducción del grado de desigualdad tiene un significado moral inequívoco. Todo depende de por qué cambia la distribución.

El pensamiento políticamente correcto está plagado de soluciones e ideas simplistas para tratar problemas complejos. Curiosamente, estas propuestas casi siempre acarrean una mayor coacción política y no una mayor libertad individual. Para resolver problemas sociales, se confía en la mano santa y eficaz de unos pocos superhombres (burócratas), y no en la de cientos de miles de individuos (sociedad).

La ayuda externa al desarrollo, como vía de solución de la pobreza extrema, es un ejemplo paradigmático. Con frecuencia distintos organismos y políticos se ponen medallas a sí mismos, por el mero hecho de haber dedicado grandes sumas de dinero a la llamada lucha contra la pobreza. Pero ya sabemos que las buenas intenciones no bastan para solucionar un problema, incluso pueden agravarlo.

La desigualdad es otro de los temas estrella, caballo de batalla de los socialdemócratas defensores del Estado del Bienestar. Para la gran mayoría de la gente, economistas de prestigio incluidos, la desigualdad es una cosa inmoral e injusta que hay que evitar y contener, apelando a la justicia social. Sociedades más igualitarias, como las escandinavas, serían mejores que otras más desiguales, como la americana. Aunque existen numerosos tipos de desigualdad, ésta suele ser automáticamente relacionada con la desigualdad de rentas. Se admite que las personas más valiosas y mejor preparadas deberían cobrar más, pero no se duda un momento en afirmar que las rentas más altas deberían pagar mayor porcentaje de su renta en impuestos (progresividad).

En este enfoque se sitúan ciertos indicadores que suelen acompañarse con juicios de valor implícitos altamente discutibles. Así, el indicador por excelencia de la desigualdad de rentas es el Índice de Gini, que divide a la población total en distintos grupos de población de acuerdo a su renta, y mide los grados de desigualdad de 0 (igualdad total, donde cada grupo de población cobraría la misma proporción de la renta total) a 1 (máxima desigualdad).

Si bien un indicador así puede aportar luz sobre algunos aspectos interesantes, lo pernicioso viene cuando se considera el valor 0 del Índice de Gini, es decir, la igualdad absoluta, como un punto de referencia positivo (similar al concepto de competencia perfecta en la teoría de los mercados microeconómica). Esto se hace explícito cuando, por ejemplo, se incluye el aspecto de la desigualdad en indicadores de desarrollo humano: a mayor igualdad, mayor será el índice de desarrollo humano, llegando al absurdo de que una sociedad en la que todo el mundo cobra la misma renta sería la que mayor puntuación obtendría en esta rúbrica.

Sin embargo, este simplismo en cuanto a la consideración de la desigualdad deja mucho que desear. Lo cierto es que, como parece obvio, un cierto grado de desigualdad es necesario y beneficioso, y sociedades más igualitarias no tienen necesariamente por qué disfrutar de un mayor bienestar que otras con mayor desigualdad.

Entonces, ¿es una mayor desigualdad buena o mala? En un excelente artículo titulado ¿Es una mayor igualdad económica mejor?, Robert Higgs afirma que "la distribución social del ingreso o la riqueza, cualquiera que ésta sea, es moralmente neutra: ni un aumento ni una reducción del grado de desigualdad tiene un significado moral inequívoco. Todo depende de por qué cambia la distribución".

Así, por ejemplo, atendiendo al enfoque convencional de los indicadores al uso, sería indistinto que el Gobierno se embarcara en políticas de favores a sus amiguetes de las grandes corporaciones o que los bancos centrales tomaran medidas en favor de la gran banca que confiscan rentas a contribuyentes de clase media, a que una parte de la población acumulara mayor capital humano y con ello obtuviera mayores ingresos gracias a su incremento en la productividad. Ambos escenarios incrementarían la desigualdad, pero su valoración debería ser totalmente diferente. Las primeras serían claramente injustas y perjudiciales, mientras que la segunda todo lo contrario.

Ya va siendo hora de abandonar un discurso tan simplista acerca de una realidad compleja como es la de la desigualdad. Un discurso que, además, suele dar rienda suelta a políticas redistributivas e intervenciones estatales que pueden generar más problemas de los que pretenden resolver.

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