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Domingo Soriano

TVE no se recicla

Cuando se habla de volver a la "Francia de los años sesenta", ¿se refieren al país sin internet, sin Ave, con una esperanza de vida de 65-70 años, sin tratamiento para casi ningún cáncer, sin medicinas esenciales para los ancianos...?

Cuando se habla de volver a la "Francia de los años sesenta", ¿se refieren al país sin internet, sin Ave, con una esperanza de vida de 65-70 años, sin tratamiento para casi ningún cáncer, sin medicinas esenciales para los ancianos...?

El pasado 9 de enero, TVE celebró el fin de las Navidades con la emisión de Comprar, tirar, comprar, un documental de la realizadora alemana Cosima Dannoritzer. La emisión tuvo un éxito notable para un programa de este tipo (840.000 espectadores y un 4,0% de share, bastante por encima de la media de la cadena), a lo que contribuyó la campaña de promoción puesta en marcha por el ente público, con reportajes en los telediarios de días previos y reseñas en los noticieros de RNE. La corporación pública no se quedó ahí, sino que ha dedicado en RTVE.es una página web al documental, que incluye entrevistas a la directora, más datos sobre las personas que aparecen en el film, audios con las tertulias en las que se glosó, comentó y alabó el programa, etc...

Todo indica que la "televisión de todos" está encantada con el trabajo de Mediapro (productora), en el que participaron otras ocho cadenas públicas europeas. Y eso que no debe ser barato hacer este documental. La propia TVE cuenta cómo la grabación se prolongó durante más de tres años, lo que hace suponer que tuvo un coste considerable, porque no sólo es caro mantener los sueldos de un equipo así durante treinta y seis meses, sino que la película incluye localizaciones en varias ciudades de EEUU, Francia, España, Alemania y Ghana.

El documental, muy bien realizado y realmente entretenido, tiene como objetivo desvelar los secretos de la "obsolescencia programada". Según los autores, las industrias occidentales (suponemos que todas, porque no hacen mención a ningún contraejemplo) se han puesto de acuerdo para fabricar objetos que duren poco y se rompan a partir de un número determinado de usos. Así, los fabricantes de ordenadores diseñarían sus aparatos para detenerse a los 2 ó 3 años, los de pantalones para que se rompan unos meses después de comprarlos y los de coches para obligar a la renovación apenas acaben de pagarse las letras correspondientes. Detrás de este maquiavélico plan estaría el objetivo de introducir a la sociedad en una dinámica de "consumo ilimitado" que no hará a los ciudadanos más felices pero prolongará el crecimiento hasta el infinito. Así, la sociedad capitalista genera beneficios para "la avaricia de unos pocos" a costa de la ansiedad del consumidor por adquirir el último modelo de tal o cual cacharrito.

Para ilustrar este argumento, se utilizan dos historias que sirven de guía al resto del relato. Por un lado, se nos cuenta cómo se estropea la impresora de Marcos, un técnico de ordenadores de Barcelona. Cuando acude al servicio técnico, le recomiendan que compre otra, a lo que se niega. En este momento, el protagonista inicia un periplo por diferentes webs, buscando una solución al problema. Al final, descubre que sólo tiene que quitar un chip que detiene la impresora automáticamente tras un número determinado de usos: según el fabricante, para evitar que la tinta sobrante que se ha ido acumulando se derrame por la mesa y destroce el trabajo y el ordenador de Marcos; según el documental, para obligarle maliciosamente a comprar otro aparato.

La otra narración que vertebra el documental es la del inicio de la "obsolescencia programada", que tendría lugar en los años veinte, cuando todos los fabricantes de bombillas del mundo (sí, ¡todos!) se pusieron de acuerdo para limitar la vida útil de este producto a mil horas, con el objetivo de renovar el parque de bombillas y atrapar al consumidor en una rueda sin fin.

El equipo de Dannoritzer cierra su trabajo con algunas propuestas que podrían sacar al ciudadano de esta dinámica consumista destructora. Por ejemplo, se entrevista a Michael Braungart, un químico suizo que ha inventado el concepto "de la cuna a la cuna" que pretende que todos los procesos industriales sean limpios y reutilicen los residuos que generan, como hace la naturaleza. Asimismo, se da voz a Serge Latouche, teórico del "decrecimiento" que asegura que "no es posible un consumo ilimitado en un planeta limitado" y apuesta por retroceder, "no a la Edad de Piedra, pero sí a la situación de Francia en los años sesenta".

Además, el documental no se recrea sólo en modelos teóricos. También hay un espacio para la práctica. Un poco más allá de la mitad de metraje, se dedican cinco minutos a explicar cómo mientras occidente vivía en los años ochenta en una vorágine consumista, había una parte del mundo que era ajena a la "obsolescencia programada". Sí, el Este de Europa (con banderas rojas y fotos de Lenin, para que no queden dudas) aparece como ¿un ejemplo? de una sociedad ¿sostenible? Así, el narrador del documental cuenta como las autoridades de Alemania Oriental obligaban a que los electrodomésticos duraran al menos 25 años. Para que no queden dudas, se muestra a un orgulloso berlinés con una nevera de 1985 en pleno funcionamiento. También hay espacio para contar cómo en 1981 los ingenieros orientales descubrieron una bombilla (de nuevo) de muy larga vida, que fue rechazada sin contemplaciones en las ferias de productos occidentales. "Veinte años después de la caída del Muro" señala el narrador, todo aquello es sólo un recuerdo y Europa vive en una dinámica de "consumismo desenfrenado tanto en el Este como en el Oeste".

El dinero "de todos"

Puede que el lector que haya llegado hasta aquí piense que estoy exagerando, pero mi intención ha sido exactamente la contraria. He intentado reflejar lo más objetivamente posible lo que dice el documental. Aunque parezca increíble, TVE dedicó una hora de programación, anuncios, recursos en sus web y comentarios en sus tertulias a una película que nos pide que volvamos al nivel de vida de "Francia en los años sesenta" o que insinúa que el sistema económico de Berlín Este era mejor que el que disfrutaban sus vecinos occidentales. Y la "televisión de todos" difunde este mensaje con el dinero "de todos", incluido el mío.

Rebatir cada uno de los disparates que defiende este documental sería demasiado largo para este artículo. El problema es que tampoco tiene una línea argumental clara, en la que se explique con lógica cómo la sociedad puede caer día tras día en el error de tirar cosas que todavía sirven o producir objetos de baja calidad a propósito. Para justificar que todos aceptemos sin rechistar tamaños dislates, se hacen referencias genéricas a un "sistema capitalista insostenible" (como si fuera una noria absurda de la que no nos podemos bajar una vez en marcha), a la "avaricia" de las empresas o al "consumismo desenfrenado" al que nos empuja la "publicidad".

En ningún momento aparece nadie que pueda rebatir estos postulados. En realidad, no habría sido demasiado difícil. Un mínimo de reflexión habría podido sacar de su error a los autores, si se hubieran hecho las preguntas lógicas que cualquiera se hace mientras les ve divagar sobre los males del consumismo:

  • Si una marca me vende una impresora y se me rompe a los 12 meses porque está programada para ello, ¿qué seguridad tiene esta compañía de que volveré a comprarle otra impresora? ¿Qué gana con la rotura del aparato salvo ganarse un consumidor descontento?
  • Si a los consumidores les molesta que sus aparatos se estropeen y es sencillo hacerlos más duraderos, ¿cómo es que ningún malvado empresario deseoso de obtener grandes beneficios se ha lanzado a hacer neveras, coches u ordenadores que duren 25 años? Se forraría en unos meses, porque acapararía el mercado.
  • Claro, el problema es que están todos los fabricantes compinchados, ¿no? Pero esto es difícil, porque hay muchas marcas y muchos sitios donde producir: con que uno solo decidiera adoptar la postura explicada en la anterior pregunta echaría a sus competidores del mercado en unos meses. Esas ganancias que obtendría son un gran incentivo: es extraño que nadie se haya sentido tentando a engañar a las demás empresas del sector (quizás los malvados capitalistas son miserables con el consumidor pero guardan una lealtad extrema a sus competidores).
  • En realidad, sí hay fotocopiadoras e impresoras duraderas. Todos tenemos una cerca en nuestro centro de trabajo. Imprimen miles de hojas cada día sin romperse. Sin embargo, es cierto que las de nuestras casas tienen una vida útil media de 3-5 años y eso que no sacamos más de unas pocas hojas a la semana. Claro, la diferencia está en el precio y en el tamaño. Ahora mismo, hay impresoras en el mercado incluso por 40-50 euros. Y no sólo imprimen, también fotocopian, sacan imágenes de alta calidad en papel fotográfico, escanean, etc... Sí, son de plástico y se estropean antes que los armatostes de los ochenta, pero ¿cuál es el problema?
  • El protagonista de la cinta, Marcos, no se pregunta qué tenía que hacer diez años atrás cuando necesitaba una fotocopia. Uno tenía que buscar una tienda, pagar 5-10 céntimos por copia (mucho más si era para imprimir una página nueva o en color), perder tiempo y dinero.
  • ¿Qué tiene de malo un negocio como Ikea, que ha permitido a los europeos, sobre todo a los más pobres, amueblar su casa con poco dinero y con un nivel de calidad que nunca habían soñado, a cambio de hacer muebles más ligeros, baratos y, quizás, menos duraderos?
  • Cuando el filósofo francés Serge Latouche habla de volver a la "Francia de los años sesenta", ¿se refiere al país sin internet, sin Ave, con una esperanza de vida de 65-70 años, sin tratamiento para casi ningún cáncer, sin medicinas esenciales para los ancianos, con padres e hijos que vivían en diferentes ciudades y se veían una vez al año porque no tenían Skype...? Debería explicarlo, porque, si no, puede que algunos pensemos que está jugando con imágenes sugestivas y nostálgicas para esconder un discurso político trasnochado y absurdo.

Todas estas preguntas se las podrían haber hecho los autores del documental. En realidad, a lo largo de la película, se intuye la clásica arrogancia del intervencionista que se cree más listo y superior al resto (pobres mortales engañados por las grandes empresas) y que por eso debe cuidar de sus estúpidos vecinos. Así, uno de los entrevistados repite que es "absurdo pedir créditos para comprar cosas que no necesitamos". Mientras, en otro instante, el narrador asegura que la publicidad "seduce" al consumidor, que compra "por diversión, no por necesidad".

Claro, así todo se explica más fácilmente: Dannoritzer, Mediapro y los encargados de la programación de La 2 saben lo que "necesitamos". También saben perfectamente lo que necesitan ellos: no convencernos a nosotros de que compremos su producto (eso sería consumismo), sino persuadir al Gobierno de turno de que mantenga una televisión deficitaria con el dinero de de nuestros impuestos.

Así es más sencillo: nadie podrá tirar a la basura su documental; ni pagará cada mes por ver su televisión; ni consumirá de forma "descontrolada" por su culpa (porque no hay anuncios); ni les pedirá, como hacen ellos con los dueños de las impresoras, que reciclen unas ideas que se quedaron antiguas incluso antes de que se escribieran por primera vez. TVE y sus responsables siguen en su mundo, que no es capitalista, por supuesto, está mucho más cerca del Berlín Este de hace 25 años... y parece que allí, están muy cómodos.

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