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José García Domínguez

El germen del desastre

¿A qué extrañarse, pues, de que haya sido posible un cataclismo sistémico como el que ahora mismo está asolando la economía mundial?

Alguien, quizá el difunto Garrigues Walker, sostuvo en cierta ocasión que si la gente supiera qué se dice en el Consejo de Ministros, la terminal internacional del aeropuerto de Barajas se colapsaría de viajeros ansiosos por huir cuanto antes del país. Y con la teoría económica, el arcano maná doctrinal que nos administran con cuentagotas los famosos expertos, ocurriría algo semejante. Si los legos conociesen la clase de extravagancias fantasiosas, cuando no de puras majaderías, que habitan tras el impresionante muro matemático que la protege de la mirada del común, habría que crear una agencia de migraciones interplanetarias. Y por la vía de urgencia, además.

He ahí, sin ir más lejos, la "hipótesis de las expectativas racionales", la misma que acaba de franquearles las puertas del Premio Nobel a cierto Sargent y a un tal Sims. Y es que nadie cuyo cerebro no haya sido lavado previamente en una facultad de Economía podría tomarse en serio un concepto como ése. A saber, la presunción peregrina de que usted, su cuñado, la vecina del tercero segunda, el otro y el de más allá, todo el mundo, la humanidad al completo, conocen y dominan al dedillo los más complejos teoremas de la ciencia económica. La muchedumbre anónima que circula por las aceras de las ciudades, en apariencia tan vulgar y prosaica, resulta ser un genial híbrido de Adam Smith, David Ricardo, Stuart Mill (padre e hijo), Marx, Sraffa, Friedman, Keynes y Hayek.

En gozosa consecuencia, y gracias a esa prodigiosa erudición colectiva, devienen capaces de anticiparse al instante a los efectos de cualquier política económica, anulando su eventual impacto sobre la realidad. Aunque el lector no me crea –y sé que no me cree–, tamaña ocurrencia acaba de merecer un Nobel. ¿A qué extrañarse, pues, de que haya sido posible un cataclismo sistémico como el que ahora mismo está asolando la economía mundial? Dentro de cien años, cuando los congresos de historiadores aún analicen las consecuencias de este desastre no podrán dar crédito a la mezcla de arrogancia e indigencia intelectual que lo incubó. Como la asombrosa temeridad de unos banqueros incapaces de distinguir entre el riesgo (algo que se puede medir) y la incertidumbre, por su propia naturaleza ingobernable. Pero ésa es otra historia.

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