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Juan Ramón Rallo

¿Quién es el culpable del exceso de deuda privada?

¿Quién es, en suma, el culpable del perverso sistema en qué vivimos? Desde luego, el intervencionismo monetario y financiero del Estado.

¿Quién es, en suma, el culpable del perverso sistema en qué vivimos? Desde luego, el intervencionismo monetario y financiero del Estado.

Cuando los liberales afirmamos que la actual crisis es consecuencia del intervencionismo estatal se nos suele replicar que en algunos países como España el problema no viene tanto por el volumen de deuda pública –relativamente bajo para los estándares internacionales– sino por el de deuda privada, es decir, por la deuda que libremente han contraído familias, empresas y bancos en un mercado desregulado. Por consiguiente, se concluye, no ha sido el sector público quien ha ocasionado los desbarajustes actuales, sino el privado: el neoliberalismo salvaje desbocado que no hizo sino multiplicar las deudas por el afán especulador y la visión extremadamente cortoplacista de los seres humanos.

No es momento de analizar aquí si la austeridad que presuntamente practicaron muchos Estados como el español durante la época del boom fue real o más bien un mero espejismo contable derivado de que sus ingresos crecieron muchísimo al socaire de la burbuja crediticia. Mi objetivo es más limitado: explicar por qué el sector privado no habría sido capaz de endeudarse de una manera tan desorbitada sin el concurso imprescindible del Estado.

El volumen de deuda de toda sociedad depende de dos factores: la oferta y la demanda de crédito. A su vez, la oferta depende fundamentalmente del volumen de ahorros disponible en una parte de esa sociedad (de cuánto tiempo está dispuesta a esperar cada persona para consumir) y la demanda de cuánto desea gastar por encima de su renta la sociedad. Es decir, los ahorradores difieren la satisfacción de sus necesidades para que otros puedan adelantarla: unos gastan de menos para que otros gasten de más.

¿Y cómo se coordina la demanda y la oferta de crédito? Fundamentalmente a través de los tipos de interés: a saber, el precio que deben pagar los demandantes de crédito por adelantar su gasto y el que reciben los oferentes para compensarles por el retraso. Por un lado, si el ahorro aumenta, esto es, si hay más gente dispuesta a diferir sus necesidades durante más tiempo, la oferta de crédito crecerá y los tipos de interés bajarán (y lo contrario si el ahorro se reduce). Por otro, si la demanda de crédito aumenta, como habrá más gente compitiendo por un volumen dado de ahorros, los tipos de interés se incrementarán, y aquellos que valoren en menor medida anticipar su gasto futuro, se quedarán sin crédito.

Los tipos de interés son un elemento fundamental en nuestras economías, en tanto en cuanto permiten la coordinación de las personas a lo largo del tiempo: si uno gasta más de lo que ha producido o va a producir durante un período de tiempo es porque otro gasta menos de lo que ha producido o va a producir. Pero los tipos de interés libremente establecidos no sólo facilitan la coordinación entre los agentes, sino que imponen un límite muy severo al endeudamiento: sólo se puede conceder como crédito aquello que se haya previamente ahorrado. Ya vimos que los aumentos de la demanda de crédito son en gran parte esterilizados por subidas del tipo de interés, por lo que resulta harto complicado que las burbujas financieras basadas en el aumento continuado del crédito puedan mantenerse por mucho tiempo: si la demanda de deuda se incrementa exponencialmente, los tipos de interés también lo harán, lo que secará la demanda.

Pero, ¿qué sucede en nuestros sistemas financieros modernos? Pues que los bancos gozan de una serie de privilegios concedidos por el sector público por los que son capaces de incrementar la oferta de crédito muy por encima del nivel de ahorro disponible. Básicamente: los bancos pueden asumir nuevas deudas y refinanciarlas continuamente en el banco central a los tipos de interés artificialmente bajos que éste establezca; y, a su vez, este banco central no tiene límite alguno a la hora de refinanciar las deudas de la banca porque no ha de convertir sus propias deudas en oro (o en otro dinero líquido que no genere él mismo). Es decir, el sistema financiero se construye sobre una pirámide de apalancamiento: con tal de aumentar la oferta de crédito a los particulares, los bancos privados asumen nuevas deudas que no pueden pagar y el banco central refinancia esas deudas asumiendo, a su vez, nuevas deudas que no tiene la obligación de pagar de ninguna manera (de hecho, las deudas del banco central es lo que se utiliza en nuestras sociedades como "dinero de curso legal").

Parece claro que, dentro de este marco financiero, si la demanda de crédito se incrementa, los bancos privados lo tienen muy sencillo para atenderla mediante la concesión de una barra libre de financiación que evite los aumentos en los tipos de interés y el consiguiente aborto de la demanda crediticia. Los bancos no necesitan ni mucho menos captar más ahorro para conceder más crédito y tampoco tienen por qué cargar tipos de interés más altos ante una mayor propensión al endeudamiento de la sociedad: pueden prestar hoy un ahorro que se supone que la sociedad generará mañana.

En España, por ejemplo, el crédito hipotecario creció entre 2003 y 2007 a una tasa media del 18% anual y en EEUU al 10% anual, pero los tipos de interés no sólo no subieron sino que bajaron entre tanto. ¿Acaso fue que el ahorro español y estadounidense creció a tasas similares o superiores al de la demanda de crédito? Obviamente no: fue que los bancos concedieron créditos con cargo al ahorro futuro. Algunos economistas afirman que durante esos años nos estuvimos financiando con cargo al ahorro alemán y chino, pero, de nuevo, la financiación extranjera que entraba en nuestro país no era ahorro, sino crédito alemán y chino que superaba en mucho el ahorro interno de esos países. Sólo es necesario acercarse al balance de cualquier banco alemán para comprobar que el plazo de los créditos que concedieron esos bancos era muy superior al de las deudas que creaban para sufragarlos; es decir, los alemanes no estuvieron dispuestos a ahorrar durante todo el tiempo como el que se nos permitió a los españoles gastar en exceso a cuenta de esos alemanes.

Por consiguiente, ¿quién provocó el actual problema de exceso de endeudamiento privado? ¿El sector privado por demandar crédito o el sector público por forzar a que se diera ese crédito? Desde luego, sin una fuerte demanda de crédito, el volumen de deudas no puede aumentar; pero tampoco es capaz de hacerlo sin una elástica oferta de crédito. La cuestión, por tanto, debe replantearse: ¿quién es el responsable de haberse las instituciones que en el pasado permitieron frenar a tiempo estas borracheras de endeudamiento?

Y aquí la respuesta es clara: el intervencionismo estatal en materia monetaria y financiera. Fueron los Estados quienes, primero, abandonaron el patrón oro para que los bancos centrales pudieran refinanciar indefinidamente a la banca privada cuando concediera crédito y quienes, después, instrumentaron a esos bancos centrales para que en 2002 rebajaran los tipos de interés a niveles artificialmente bajos, reanimando así una demanda de crédito que en aquel momento estaba decayendo en medio de la recesión internacional. Se quiso salir de la crisis de 2002 con nuevas dosis de endeudamiento y, desde luego, el objetivo se logró, pero sólo a costa de acrecentar los desajustes económicos y de alcanzar unos niveles de deuda privada totalmente insostenibles.

¿Quién es, en suma, el culpable del perverso sistema en qué vivimos? Desde luego, el intervencionismo monetario y financiero del Estado. En su ausencia –es decir, con patrón oro y una banca sin acceso casi ilimitado al banco central– podría haber habido una intensísima demanda de crédito, pero ésta hubiese sido aplastada por una oferta inelástica y por unos tipos de interés al alza. Pero no, quisimos fiesta... y la tuvimos.

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

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