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Francisco Cabrillo

El enigma del retrato de Malthus

Thomas Roberto Malthus –de cuyas ideas sobre la población y los anticonceptivos ya hemos hablado en esta serie– fue un personaje importante y popular en la Inglaterra del primer tercio del siglo XIX.

Thomas Roberto Malthus –de cuyas ideas sobre la población y los anticonceptivos ya hemos hablado en esta serie– fue un personaje importante y popular en la Inglaterra del primer tercio del siglo XIX. Pero todo indica que no fue retratado nunca hasta el último año de su vida. En 1833, John Linnell pintó el cuadro que es conocido en todo el mundo; no sólo porque se reproduzca con frecuencia en la actualidad, sino también porque desde el primer momento se hicieron de él diversas copias y se utilizó para grabados con muy pequeños cambios. Contaba Malthus entonces sesenta y siete años y apenas le quedaban unos meses de vida. Resulta por ello bastante sorprendente que no se conozca una sola imagen suya anterior a esta fecha. Es posible que algún cuadro previo se haya perdido. Pero no es probable; ya que no existe dato ni referencia alguna con respecto a tal pintura o dibujo.

Hay razones de peso para creer que fue el propio Malthus quien se opuso, a lo largo de muchos años, a posar para un pintor porque tenía un labio leporino y un defecto en el paladar. Parece que estos problemas le causaron bastantes incomodidades en diversos momentos de su vida. Y él mismo hizo referencia en algunas ocasiones a "mi defecto en el habla". Si tenemos en cuenta que nuestro personaje había decidido dedicar su vida a la Iglesia de Inglaterra y que una de sus actividades principales tendría que ser la predicación, es fácil entender que, para él, no se trataba de un tema menor. Entre otras cosas porque, en cualquier profesión, hay colegas con mala idea que se entretienen en meter el dedo en la llaga cuando se presenta la ocasión. Y así lo hizo, en nuestro caso, el director de su propia casa de estudios, el Jesus College de Cambridge. Se trataba de Richard Beadon, quien –con bastante mala intención– dijo que pensaba que era una lástima que un joven con capacidad para destacar en algunas actividades entrara en una profesión en la que no tenía la menor esperanza de llegar a la cumbre.

Pero Malthus supo salir adelante y, tras su ordenación a los veintidós años, fue clérigo el resto de su vida. Eso sí, viviendo en un mundo en el que se daba por supuesto que se le entendía muy mal cuando hablaba, a pesar de que tenemos algunos testimonios de la época que nos indican que se exageraba bastante con respecto a su defecto.

El más interesante de estos testimonios de personas que tuvieron trato directo con él es, sin duda, el de Harriet Martinean. La señorita Martinean fue un personaje muy interesante de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Escritora, feminista, abolicionista y economista, viajó por medio mundo y fue autora de una serie de novelas en las que, de forma sencilla, explicaba los principios fundamentales de la economía política. En los últimos años de su vida escribió su Autobiografía; y, en este libro, narra su encuentro con Malthus el año 1832, muy poco tiempo antes, por tanto, del famoso retrato de Linnell. Ella tenía apenas treinta años y le preocupaba su encuentro con un hombre famoso, de mucha más edad, al que, además, admiraba profundamente. Y existía aún otro problema. Martinean estaba sorda como una tapia y utilizaba una llamativa trompetilla para entenderse con la gente. Pero afortunadamente, las cosas fueron bien y en la mencionada Autobiografía afirmó que ni siquiera había tenido que utilizar la trompetilla en aquella reunión, ya que, "de todas las personas del mundo, Malthus ha sido aquella a la que he oído con mayor facilidad sin utilizar la trompetilla, a pesar de que su forma de hablar era muy imperfecta, debido a un defecto en el paladar".

Tal vez fue nuestra novelista benévola en exceso. Pero no cabe duda de que, para llegar a ser un economista destacado, Malthus no necesitó ni un rostro especialmente agraciado ni una oratoria brillante. Y cabe, incluso, suponer que, si hubiera tenido ambas cosas, habría podido hacer una gran carrera en la Iglesia y la economía clásica inglesa habría perdido a uno de sus pilares fundamentales.

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