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GEES

Milagro no, esfuerzo

Como decía Thatcher, no existe el dinero público: solo el que el gobierno saca antes del bolsillo del contribuyente, con la esperanza siempre desmentida de gastarlo mejor.

Abundan los lemas posmodernos europeos: adelgace comiendo, corra un maratón sin cansarse, resuelva la crisis sin sacrificio. Pero, como bien decía el torero ante el complaciente Jawohl de Merkel, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible.

El convenio hubiera podido consistir en volver al euro: compartir una unidad monetaria, siendo cada uno responsable de sus acciones incluso mediante la quiebra. Francia y Alemania habrían recapitalizado sus bancos ante el desfallecimiento griego, u otros eventuales, y los diferenciales de los bonos serían el mejor guardián del rigor fiscal, con la inestimable ventaja de que no requieren funcionarios para aplicarlo.

Pero en diplomacia europea la línea más corta entre dos puntos nunca es recta. Así que el pacto consagra la promesa generalizada de ser algo más germánicos en materia de gasto, deuda y déficit. Sin super-fondo de rescate inevitablemente financiado por Alemania, ni monetización de deuda, ya sea a través del BCE o de prestarle al FMI para que luego este actúe por cuenta del BCE.

La mayor disciplina presupuestaria no es solo una aspiración correcta sino una obligación del tratado de Maastricht. Que la logren estas propuestas es discutible aunque lo es menos que quien se empeñó en erigirse en impenitente incumplidor tuvo que abandonar el poder. La lista es evocadora: un primer ministro griego y su homólogo italiano, hombre más rico y poderoso de su país.

Esta es, ciertamente, una solución formal, pero la UE no podía dar otra. El único remedio sustancial es la recuperación del crecimiento y la menor adicción a la deuda. Costará esfuerzo, tardará años, y será obra de las naciones. Y no puede producirlo ningún milagro de crédito artificial impropio de un organismo público.

No obstante el error está en pensar que el equilibrio presupuestario vendrá de aumentar gravámenes. Esto no garantiza ampliar recursos. Así lo prueba el último refuerzo español del IVA, o las enésimas reformas greco-italianas. Reducir el gasto no solo es inmediatamente efectivo sino que permite liberar de cargas al sector privado para que ahorre e invierta. La obsesión con el estado creador cuasi-divino de demanda agregada olvida que, como decía Thatcher, no existe el dinero público: solo el que el gobierno saca antes del bolsillo del contribuyente, con la esperanza siempre desmentida de gastarlo mejor.

Lo único imprescindible para entender el acuerdo es salir del corsé del pensamiento único socialdemócrata.

¿Destruirá esto nuestras economías por ausencia de crédito y sequía de "estímulo"? No. Permitirá tomar medidas para que individuos, empresarios y banqueros reaprendan a caminar por sí mismos. Esta crisis fue económica antes que financiera. Hoy se otea –feliz culpa que mereció tal redención– la liberación de la opresión intervencionista por la obligatoriedad de reducir el gasto, que lejos de impedir propiciará el crecimiento de los resurgidos estados-nación. Es este cambio de tendencia de la maltratada opinión pública, cansada de las ineficaces cantinelas socialistas, lo que preocupa a las instaladas elites y los partidarios de economías dirigidas.



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