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Manuel Llamas

Bienvenida, señora Merkel

España acaba de entrar oficialmente en una especie de intervención light que, en el fondo, no se diferencia demasiado de la intervención directa impuesta a Grecia, Irlanda y Portugal.

España acaba de entrar oficialmente en una especie de intervención light que, en el fondo, no se diferencia demasiado de la intervención directa impuesta a Grecia, Irlanda y Portugal.

Rajoy acaba de anunciar una nueva oleada de reformas y ajustes para este verano. De inmediato, surge una contradicción: ¿pero no decía el PP hasta hace dos días que estaba todo hecho, que más no se podía hacer, que el Gobierno había cumplido a pies juntillas todos los deberes y recomendaciones impuestos por Bruselas? ¿En qué quedamos? La realidad, como es habitual, difiere mucho de las manidas y engañosas soflamas políticas. Hasta ahora, Rajoy ha hecho poco para combatir la crisis económica y evitar la quiebra, y lo que ha hecho, al menos en materia fiscal, lo ha hecho mal, rematadamente mal, como la brutal subida de impuestos directos aprobada nada más llegar al poder. De ahí, precisamente, la desconfianza récord que han mostrado los mercados –a los que España sigue pidiendo dinero– hacia la solvencia del país.

Del "no podemos hacer más" al es "preciso adelantar ajustes urgentemente" intermedia, básicamente, un hecho trascendental: la petición del rescate financiero y la pasada cumbre europea en la que los líderes de la zona euro se comprometieron políticamente a apoyar a España e Italia en caso de necesidad a cambio, eso sí, de estrictas condiciones. Lo que aprobará el Gobierno en las próximas semanas serán, precisamente, las exigencias que reclaman los países solventes del norte para prestarnos ayuda y evitar así la temida quiebra. Además, el hecho de cumplir tales recetas permitirá, muy posiblemente, retrasar un año el objetivo de reducir el déficit público al 3% del PIB –hasta 2014–, tal y como prometió la Comisión Europea. En resumen, España acaba de entrar oficialmente en una especie de intervención light que, en el fondo, no se diferencia demasiado de la intervención directa impuesta a Grecia, Irlanda y Portugal. Esto significa que, a partir de ahora, gobiernan nuestros acreedores –los estados que prestan el dinero–, de modo que Rajoy deberá aplicar las políticas económicas y fiscales dictadas desde el exterior.

Este drástico cambio de rumbo es, en el fondo, lo que se ha estado negociando a puerta cerrada durante las últimas semanas en los pasillos y despachos de la burocracia comunitaria. En este sentido, no es casualidad que en los últimos consejos de ministros no se haya aprobado ni una sola medida económica de relieve, ya que esta parálisis gubernativa formaba parte del particular órdago que Rajoy lanzó a Europa –y especialmente a Alemania– a fin de que el BCE interviniera para reducir la prima de riesgo y Berlín aceptara la recapitalización directa de la banca española; como tampoco lo es el hecho de que, una vez arrancada la promesa de recapitalización directa y nueva intervención monetaria –bajada de tipos de interés y, posiblemente, otro manguerazo para la banca o compra de bonos–, el Gobierno se apresure ahora a poner en marcha ajustes que debía haber emprendido desde el minuto uno de su mandato. Ya lo advirtió Merkel: "No habrá ayudas sin contraprestaciones".

Pues bien, bienvenida sea la intervención de España y bienvenida la señora Merkel, pues ésta –la imposición de condiciones–, no el rescate en sí –más deuda para resolver una crisis de deuda–, es la que permitirá abrir una nueva ventana de esperanza. Y es que, evitar la quiebra no dependerá en ningún caso de que los estados europeos, el FMI o el BCE presten al Gobierno español el dinero que ahora le niegan los inversores privados por miedo al impago sino de poner en marcha los mecanismos precisos para liberalizar al máximo la economía y reducir de forma drástica el peso del sector público. La intervención implicará ajustar el Estado del Bienestar –educación, sanidad, desempleo y pensiones–, reducir salarios y empleados públicos, privatizar activos, eliminar empresas estatales y autonómicas, reformas estructurales más profundas y reestructurar el sistema financiero liquidando incluso entidades inviables, entre otras medidas. También implicará más subidas de impuestos, no hay duda, lo cual es negativo, pero en todo caso la clave radica en que al fin se iniciará el necesario ajuste que precisa la sobredimensionada administración pública española.

Desde este punto de vista, la intervención abre un panorama esperanzador. Si Rajoy no ha sido capaz hasta ahora de afrontar la crisis, que vengan otros y lo hagan. La cuestión es hacerlo, de una u otra forma, ya que los españoles han demostrado en múltiples ocasiones que tan sólo precisan del marco institucional adecuado –más libertad y libre mercado– para salir adelante y prosperar. No en vano, España era un país en vías de desarrollo hasta que en 1959, gracias a la apertura exterior, el Gobierno de turno abandonó la autarquía y el socialismo económico, permitiendo así a los españoles alcanzar el top ten de las economías desarrolladas en pocos años. Ahora bien, la intervención en sí no está exenta de riesgos. Todo dependerá de la voluntad política del Ejecutivo: el desastroso ejemplo de Grecia y el exitoso ejemplo de Irlanda son buena prueba de ello.

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