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Cristina Losada

Se busca carisma

Se afirma que Rajoy no es el hombre para un momento tan extraordinario, y ese juicio habría de extenderse a todos los gobernantes europeos.

Alfonso Guerra, protagonista este año de la performance de Rodiezmo por incomparecencia de otras estrellas, cuestionó allí la legitimidad de Rajoy para continuar gobernando. Bien es verdad que reconoció que tenía la legitimidad de los votos, pero se amparó en el concepto improbable de legitimidad de ejercicio. Según Guerra, el PP debe hacerse el harakiri, para lo cual le ofrece, generoso, tres procedimientos diferentes. Y eso por haber seguido aquella cínica máxima del compañero Tierno Galván de que los programas electorales están para incumplirse. Huelga escarbar ahora en la legitimidad de Alfonzo para tales pronunciamientos, o en la de un partido que ha incurrido en repetidas infidelidades a sus programas. La cuestión es que un zorro viejo como Guerra recogió, con la brocha gorda del agitador, algo que está en el aire, y no sólo en el que sopla por la izquierda.

La legitimidad de un gobernante guarda relación con la confianza, y en la erosión de la confianza en el Gobierno se fundan tanto los que exigen ya mismo su defenestración como los que reclaman cambios de rumbo y reformas radicales. Hay una tensión palpable en el microcosmos político, acrecentada por la expectativa de nuevos ajustes y de movida en las calles. El flanco débil del Gobierno, claro, es que su política aún no da resultados. En tiempos de dificultad, pida usted paciencia. Y en ese vacío de buenas noticias crecen los interrogantes sobre la legitimidad y las demandas de liderazgo. Circula, así, el lugar común de que en situaciones excepcionales se necesitan dirigentes excepcionales y se sentencia que Rajoy no es "el hombre" para un momento tan extraordinario.

Ese juicio de carácter habría de extenderse, en puridad, al conjunto de los gobernantes europeos que lidian con una de las peores crisis del Viejo Continente. Igual que Rajoy, todos son hombres y mujeres normales. Desde Hollande, que acuñó la etiqueta contra la excepcionalidad de Sarkozy, hasta Merkel, por no hablar de los que carecen de proyección europea. En realidad, el único dirigente carismático a este lado del paraíso es Obama. O era, pues la prosaica economía se puede imponer ahora a su magnetismo de redentor del pecado original racista de Estados Unidos.

Max Weber escribió que el carisma es wirtschaftsfremd, es decir, opuesto a los intereses económicos. Y hay que reconocer también que es difícil convertir objetivos como el de reducir el déficit en misiones que inspiren y conmuevan a la sociedad. Pero cuando se tambalean realidades que se daban por supuestas los dirigentes han de desbordar los límites de la gestión corriente, si no quieren que surjan dudas sobre su legitimidad. 

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