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Mikel Buesa

La necesaria reforma del sistema eléctrico

El sistema eléctrico pesa como una losa sobre la depauperada economía española, haciendo que sus costes sean cada vez más insoportables.

El sistema eléctrico pesa como una losa sobre la depauperada economía española, haciendo que sus costes sean cada vez más insoportables.

El sistema eléctrico pesa como una losa sobre la depauperada economía española, haciendo que sus costes sean cada vez más insoportables para las empresas, a las que restan competitividad, y para las familias, a las que empobrecen. Esta situación es consecuencia de una política energética que, en el curso de la última década, ha ido acumulando los errores que ahora refleja el balance del sector.

El primero de esos errores ha sido el de facilitar una expansión incontrolada de la capacidad instalada en los diferentes tipos de centrales eléctricas. A comienzos de la década de 2000 se produjeron situaciones excepcionales de saturación del sistema que dieron lugar a apagones graves durante las oleadas de frío o de calor; y ello dio lugar a que el Gobierno de Aznar autorizara la construcción una desmesurada cantidad de centrales de ciclo combinado que, en el momento actual, suponen la cuarta parte de la potencia instalada disponible. Recordemos que, según la Comisión Nacional de la Energía, el coste de un megavatio-hora producido en este tipo de centrales supera en más de un 75 por ciento al del que se obtiene en las hidráulicas –en las que se constatan los menores costes de producción del país–. Por otra parte, al mediar el decenio, envuelto en un confuso discurso ecologista, el Gobierno de Zapatero estableció un generoso sistema de subvenciones a las energías renovables que dio lugar a un imponente avance en las instalaciones eólicas y solares, que actualmente suman nada menos que el 22 por ciento de la potencia eléctrica de España, las primeras, y el seis por ciento, las segundas. Los costes de producción correspondientes son también muy elevados, de manera que, en el caso eólico, duplican sobradamente los de la energía hidráulica, y en el solar los multiplican por once.

Pues bien, toda esa potencia es a día de hoy, con una economía deprimida cuyo nivel de producción real es menor que el de hace cinco años, redundante. Buen ejemplo de ello es que, en 2012, la demanda máxima –que se registró un día de febrero, con los rigores del invierno– se pudo cubrir empleando solo un poco más del 42 por ciento de la potencia instalada. No obstante, puntualizaré que este argumento no descalifica completamente las ampliaciones de la capacidad eléctrica que se han producido en el conjunto de la década. Pero sí lo hace con una parte de ellas y llama la atención sobre la sorprendente continuidad del fenómeno de la construcción de instalaciones eólicas y solares, que en 2012 añadió algo más de 2.350 megavatios al sistema, y volverá a hacerlo en una cantidad algo mayor durante 2013.

El segundo error ha sido el de dar por válidos los principios ideológicos sobre los que se sustentó la moratoria nuclear de 1984, con la que se dejó en suspenso, primero, y se canceló, después, la construcción de cinco centrales de este tipo, por lo que, desde entonces, la correspondiente potencia instalada se ha mantenido inalterada. En 2012, esa capacidad suponía ya sólo el ocho por ciento del total, a pesar de que la electricidad producida con ella tenía un coste tan sólo una décima superior al de la energía hidráulica. Es cierto que el PP se opuso al último coletazo de esta política nuclear –el cierre de la central de Garoña–, pero al llegar al poder no ha dado ni un solo paso para cancelarla definitivamente.

Y el tercero ha estado en el sostenimiento de una política del carbón, heredada del viejo nacionalismo, que inauguró en 1907 la protección de este material energético, muy gravosa para los consumidores de electricidad. Así, la quema obligatoria de carbón nacional –que no tiene otra finalidad que la de transferir rentas a los trabajadores de las cuencas mineras, unos 5.300 en total, y de paso suculentos beneficios para los empresarios del sector– genera una energía eléctrica cuyo coste excede en casi un 85 por ciento al de la de origen hidráulico, sólo sostenible sobre la base de subvenciones.

Las consecuencias de este cúmulo de errores son principalmente tres. La primera, que existe un exceso permanente de capacidad de generación de electricidad y, por tanto, un capital no utilizado, gravoso para las empresas que lo poseen y, por derivación, para sus clientes. La segunda, que alrededor de la mitad de la demanda de energía eléctrica se cubre con unos suministros subvencionados que, en 2012, han requerido una financiación superior a los 8.400 millones de euros. Y la tercera, que pese al énfasis puesto en las energías renovables, debido al empleo del carbón las emisiones de gases contaminantes no han dejado de crecer durante los últimos años.

A todo lo anterior se añade el peculiar sistema de precios existente en el sector. Lejos de reflejar los resultados de un sistema de competencia, aparece distorsionado por el conjunto de las regulaciones que pesan sobre él. Regulaciones que no sólo establecen las condiciones técnicas del suministro y la seguridad energéticas –lo que es razonable si se tienen en cuenta los fallos de mercado que afectan a estos asuntos–, sino que se extienden sobre la autorización de las inversiones, las preferencias en el orden en el que las diferentes centrales eléctricas, en función de la demanda existente en cada momento, entran en producción –que no se rigen por un principio de economicidad, sino que están distorsionadas por la obligatoriedad de agotar la capacidad de las energías renovables– y la formación de los precios. Son estas últimas las que han acabado generando un problema financiero de dimensiones colosales y de muy difícil resolución, al que se alude con el confuso concepto de déficit tarifario.

El aludido déficit no es otra cosa que la diferencia entre lo que ingresan las compañías eléctricas por el suministro de energía y lo que el Gobierno, con su política de subvenciones, se ha comprometido a pagarles. Naturalmente, esa diferencia está supeditada al nivel de los precios regulados, de manera que si el Gobierno sube mucho las tarifas a los consumidores, el déficit tarifario es menor que si mantiene los correspondientes precios o los incrementa de manera moderada. El problema está, por tanto, en el hecho de que los precios de la electricidad que pagan los consumidores no cubren el coste de ese suministro. Pero hay que añadir de inmediato que este coste está determinado en una parte importante por las decisiones de la política energética; es decir, por los tres errores que se han ido acumulando a lo largo del tiempo, a los que antes he aludido. Por tanto, el déficit de las tarifas eléctricas no es sino la consecuencia de esa política energética que ha hecho que las ineficiencias del sector sean monumentales.

¿Quién ha pagado hasta ahora ese déficit y quién lo hará en el futuro? Como el lector seguramente intuye, nos va a tocar a todos, sin que, en esto, vaya a haber variaciones entre el pasado y el porvenir. Hasta ahora hemos pagado el déficit de dos maneras: mediante impuestos, cargándolo en los presupuestos del Estado bajo la forma de deuda; y soportando irregulares y abusivas subidas de los precios, que los han situado claramente por encima de los que prevalecen en otros países de la Unión Europea. Y en adelante lo haremos mediante un curioso procedimiento, recién inventado por el Gobierno, que consiste en cobrar a las empresas eléctricas unos impuestos sobre su producción, que éstas acabarán repercutiendo sobre los consumidores.

En resumen, al final somos los españolitos de a pie, consumidores de energía con mayor o menor intensidad, los que por una vía u otra acabamos pagando los desaguisados de una política energética que nadie ha querido enmendar. Porque el problema no es el déficit tarifario, sino las causas que conducen a él. Y éstas no son otras que las de un exceso de regulaciones, un sistema de subvenciones que se han convertido en derechos adquiridos para los que las reciben –sean los mineros del carbón, los propietarios de molinos de viento o los granjeros solares, capaces, a veces, de producir electricidad después del ocaso– y todo un cúmulo adicional de intereses empresariales que abominan de la competencia y trabajan para capturar la voluntad de los reguladores. ¿Serán éstos capaces de emprender la necesaria reforma del sistema eléctrico para reducir sus costes y evitar así que su insostenibilidad siga pesando gravemente sobre la competitividad de nuestra economía? Francamente, no tengo respuesta para esta pregunta porque las señales que, de momento, ha emitido el Gobierno de Rajoy son contradictorias; y porque no se me oculta que este, más que un problema económico, es un problema de poder. 

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