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José T. Raga

Trato desigual entre iguales

Contra la mala administración hay que protegerse, no asumirla como buena

El enunciado muestra la antesala de la injusticia financiera, y quizá de algo más. Los interesados defenderán sus tesis basadas en el hecho diferencial, pero, por mucho que les pese, todos los hombres somos iguales ante Dios y ante la Ley, y el gran activo de un Estado moderno de Derecho es, precisamente, esa igualdad, hurtada a privilegios y prerrogativas.

El serial de la financiación autonómica y las pretensiones para su asimetría está siendo demasiado duradero, lo que hace suponer que, con dificultad, se vislumbra el acercamiento a lo que exigiría una administración justa de los recursos escasos. A fuerza de manosear la igualdad para hacerla desigual, se pierden los principios del orden natural, cediendo a las aberraciones que se consideran naturales cuando se practican con asiduidad.

Cuando se promulgó la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (Lofca), un principio resultaba inapelable: el Estado debía garantizar que cualquier español, en virtud de su igualdad, recibiera la misma atención en servicios esenciales, con independencia del lugar de residencia en el territorio nacional. Junto a este principio, otro de no menor calado y también de difícil discusión era el referido al deber de solidaridad entre los mejor dotados y los que lo son menos; un deber que no se discute en el seno familiar y que tampoco debe de serlo en una comunidad armónica, donde sí que cabe la desigualdad económica entre sus gentes.

Cualquier gasto de una comunidad autónoma, al margen de los que son propios de la atribución de los servicios esenciales, no tiene motivos para comprometer la acción del Estado. Las oportunidades de gasto de los sujetos económicos, personas físicas, instituciones y entidades, públicas y privadas, son infinitas, y sólo la escasez de los recursos para financiarlas invita a la racionalidad en su elección. La financiación asimétrica, pues no otra cosa es el déficit asimétrico o déficit a la carta, presupone el intento de hacer responsable al Estado de las decisiones de gasto de una comunidad autónoma, al margen de los servicios esenciales que hay que garantizar a todo ciudadano por el hecho de serlo.

Suele alegarse –porque produce mayor impacto– que faltan recursos para financiar la sanidad o la educación, cuando, a buen seguro, se han desviado fondos destinados a financiar estos servicios hacia otros objetivos que nada tienen en común con el carácter de esenciales que ostentan aquellos. Una financiación que, por otra parte, está condicionada al servicio a prestar y que por ello no puede ser desviada a otra función, por interesante que resulte para un Gobierno o para un grupo político determinado.

Contra la mala administración hay que protegerse, no asumirla como buena, poniendo en peligro la hacienda familiar. Eso que se haría en la esfera privada debe de hacerse también en la pública. Al fin y al cabo, sólo el sujeto privado es capaz de sufrir o de disfrutar; las superestructuras son simples traficantes de aquellos disfrutes y sufrimientos.

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