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Juan Ramón Rallo

Ronald Coase: la información tenía un coste

Coase demostró que los propietarios afectados por una externalidad tenderían a alcanzar acuerdos mutuamente beneficiosos sin intervenciones del Estado

Acaba de morir Ronald Coase a los 102 años. Envidiable longevidad y más envidiable erudición. Dos han sido sus grandes aportaciones a la Ciencia Económica y las dos están estrechamente vinculadas con los límites de la propiedad privada como mecanismo transmisor de información.

La naturaleza de la empresa

La primera de ellas, desarrollada cuando apenas tenía 27 años, la recogió en su seminal artículo La naturaleza de la empresa (1937). Coase trataba de responder a la pregunta de por qué existen las empresas, es decir, por qué surgen organizaciones estables de factores productivos aunadas mediante contratos a largo plazo. Al cabo, si como insistían los economistas, los precios son herramientas de coordinación entre los agentes económicos, un empresario lo tendría mucho más fácil limitándose a comprar cada día en el mercado aquellas cantidades de factores productivos que prevé necesitar sólo para ese día en lugar de colocarse a sí mismo en una situación de inflexibilidad firmando contratos de provisión a muy largo plazo. El caso de los contratos laborales es bien ilustrativo: ¿qué sentido tiene, en ausencia de regulaciones que lo prohíban, suscribir contratos indefinidos en lugar de contratos temporales a un día o a unas horas que vayan renovándose conforme se requiera?

La respuesta que ofreció Coase marcaría toda su obra intelectual ulterior: aunque existen costes asociados a la rigidez contractual, también existen costes vinculados a comprar continuamente en el mercado aquellos factores necesarios en cada operación. ¿Se imaginan tener que renegociar el salario por obra y servicio de cada trabajador cada vez que el empresario quisiera darle una directriz? No sólo se dispararía la incertidumbre de a qué precio podríamos cerrar en cada momento los salarios, sino que habría que destinar una gran cantidad de tiempo y de recursos a la mera tarea de buscar información y alcanzar acuerdos (verbigracia, los departamentos de recursos humanos deberían ser gigantescos). Coase, por tanto, descubrió que había costes derivados de realizar transacciones en el mercado; de ahí que posteriormente fueran denominados "costes de transacción".

En este sentido, las empresas serían organizaciones funcionales que permitirían minimizar los costes de transacción de un plan de negocios. O dicho de otro modo, las empresas nacían para economizar el uso de la información sustituyendo la toma de decisiones consensual por la toma de decisiones jerárquica. Para Coase, las empresas son islas de planificación central dentro de un océano de competencia (en el sentido hayekiano: proceso de descubrimiento). Como años más tarde descubriría Murray Rothbard unificando las aportaciones de Coase y de Mises, si la planificación central dentro de una empresa funciona –al contrario de lo que sucede con la planificación central dentro de un Estado–, es porque las fronteras de la empresa no son rígidas: cuando las jerarquías se vuelven demasiado grandes, los costes asociados a captar y gestionar la información dentro de una empresa se vuelven mayores que los costes de transacción fuera de la empresa, lo que llevará a una reorganización espontánea de la estructura de mercado. De ahí, por cierto, que las profecías marxistas del "monopolio único" carezcan absolutamente de sentido.

La teoría de la empresa de Coase, por consiguiente, nos ofrece una imagen bastante completa de por qué existen las empresas y no existen únicamente interacciones entre agentes autónomos dentro del mercado. Acaso sólo me permitiría añadir que Coase estudia la cuestión desde un punto de vista estrictamente productivo (activo empresarial) olvidándose de las consideraciones financieras (pasivo empresarial). Y es que las empresas también emergen porque son vehículos óptimos para la gestión patrimonial de los ahorradores: una compañía es un organismo vivo capaz de crecer y readaptarse dinámicamente a las circunstancias sin que cada accionista deba estar permanentemente gestionándola. Y, en este crucial sentido, las empresas también permiten reducir los costes de transacción de gestión intertemporal de nuestra propiedad.

El problema del coste social

La siguiente gran aportación de Coase consistió en estudiar cómo los costes de transacción también afectaban a la interacción conflictiva de derechos de propiedad: es lo que hizo en su artículo El problema del coste social (1960). Siendo la propiedad un fenómeno social, por necesidad muchas de las decisiones relativas a una propiedad individual terminarán afectando a otras propiedades. Es lo que los economistas llaman "externalidades": existes beneficios o costes "sociales" en el uso individual de la propiedad que deberían ser considerados de cara a lograr una adecuada coordinación económica. Por ejemplo, si una fábrica se instala cerca de una casa y emite polución, esa contaminación es un coste que la compañía "externaliza" sobre el propietario de la vivienda y que no puede omitirse del análisis.

Hasta Coase, las externalidades positivas o negativas eran vistas como una justificación de la actuación del Estado: ya fuera a través de regulaciones o de impuestos y subvenciones pigouvianos, el Estado debía intervenir en el uso privado de las propiedades para maximizar el bienestar social. Pero Coase cambió radicalmente esta perspectiva por cuanto consideraba que el Estado era incapaz de conocer cuáles eran los beneficios y los costes subjetivos asociados a cada externalidad (por los mismos motivos que una empresa gigantesca comienza a ser incapaz de planificar correctamente lo que sucede en su interior).

Así, en cambio, el británico demostró que, bajo ciertas condiciones, los propietarios afectados por una externalidad tenderían a alcanzar acuerdos mutuamente beneficiosos sin necesidad de que intervenga el Estado. Por ejemplo, si el propietario de la vivienda posee un derecho de propiedad preferente para decidir si la empresa puede contaminar o no (es decir, si la empresa puede invadir su vivienda con polución o no), la fábrica le ofrecerá al propietario una compensación económica para que le permita seguir operando y contaminando: si la compensación ofrecida supera los costes subjetivos de la contaminación, la compañía seguirá funcionando; si no lo hace, la compañía cerrará sus puertas. Y al contrario, si es la compañía la que tiene el derecho preferente a decidir si puede contaminar o no, el propietario de la vivienda le ofrecerá una suma de dinero para que deje de hacerlo: si esa cantidad supera los beneficios que la compañía obtiene por contaminar, detendrá sus operaciones; si no, las mantendrá.

La cuestión relevante es que bajo ciertas condiciones empresa y propietario se sentarán a negociar para alcanzar acuerdos mutuamente beneficiosos. ¿Pero cuáles son esas condiciones? La primera, evidentemente, que los derechos de propiedad estén bien delimitados. La segunda condición es la típica de la obra de Coase: que no existan elevados costes de transacción que frustren el proceso de negociación. Por ejemplo, si la empresa contamina no una vivienda, sino una ciudad entera, será muy complicado que el empresario pueda negociar con millones de propietarios particulares. En presencia de altos costes de transacción, por tanto, no habrá negociación ni acuerdos mutuamente satisfactorios; en cuyo caso, Coase proponía que los tribunales asignaran derechos de propiedad tratando de reproducir el proceso de negociación que habría tenido lugar en un mercado sin costes de transacción y que habría permitido maximizar el valor total de la producción.

En este último caso, sin embargo, Coase se desliza por la peligrosa senda de la ingeniería social. Al dar el paso desde sus descripciones a sus prescripciones, Coase cae en el mismo error que había tratado de criticar: asumir que los jueces sí pueden conocer cuáles son los beneficios y los costes sociales. No pueden y, aunque pudieran, debería resultar evidente que no es irrelevante quién posea los derechos de propiedad: si, en nuestro ejemplo anterior, los derechos preferentes los posee la empresa, el coste de evitar o de soportar la contaminación recae sobre el propietario de la vivienda; si los derechos preferentes los ostenta el propietario, es él quien se apropia de los beneficios de no ser contaminado o de ser compensado por la contaminación. Aunque en agregado el resultado pudiera ser el mismo sea cual sea la asignación de los derechos de propiedad (esto es lo que se ha conocido como "Teorema de Coase"), es evidente que un sistema de mercado donde el derecho de propiedad esté sometido a su "función social" no funciona del mismo modo que uno donde se respete absolutamente frente a cualquier arbitrariedad del poder. En este último caso, Coase no llegó a considerar los efectos de la degradación institucional que su propuesta terminaría acarreando: se quedó en un análisis estático que olvidó los esenciales efectos dinámicos.

Pero entonces, ¿es que en presencia de costes de transacción no hay forma de solventar el problema de las externalidades a través de un mercado libre? Sí la hay, y sólo tenemos que regresar al primer artículo de Coase: si las empresas, o más en general los sistemas de propiedad comunal, son mecanismos ideados para minimizar los costes de transacción, bastará con recurrir a ellas para terminar negociando acuerdos mutuamente beneficiosos para las partes. Por ejemplo, si una empresa contamina una urbanización privada (o una ciudad privada), nada tan sencillo como que los representantes de esa urbanización se sienten a negociar con la empresa y que luego repartan internamente los costes o las ganancias de su negociación.

A Coase le faltó integrar su rico análisis dentro de un marco más amplio, considerando que no sólo la propiedad privada individual es un mecanismo de coordinación, sino también, según el contexto, la propiedad privada comunal (como sí haría otra Premio Nobel: Elinor Ostrom). En tal caso, habría terminado por cerrar un sólido sistema teórico donde el mercado en su acepción lata (interacción entre múltiples tipos de propiedad privada y de contratos voluntarios; de instituciones en el sentido mengeriano y hayekiano) permite solventar del mejor modo posible los inerradicables problemas de información propios de todo orden social complejo. Y no por un ingenuo idealismo de que el mercado sea perfecto, sino por un pragmático realismo de que el mercado es mucho menos imperfecto que el Estado.

Pero, en justicia, a los genios como Coase no debe juzgárseles por los hitos que no lograron sino por los que sí alcanzaron. Descanse en paz.

En Libre Mercado

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