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Mikel Buesa

Crecer por inspiración

El crecimiento por inspiración puede dar lugar a la aparición de nuevos puestos de trabajo para los que se requerirá una mano de obra cada vez mejor cualificada.

Fue en 1994 cuando, en la revista Foreign Affairs, el muchas veces controvertido y sin duda excelente economista Paul Krugman, refiriéndose al crecimiento de la economía rusa, incluía esta leyenda en una ilustración que no por extraña estaba menos inspirada en la estética del realismo socialista: "El milagro soviético: transpiración, no inspiración". Explicaba Krugman en su trabajo, siguiendo la senda abierta hace más de medio siglo por Moses Abramovitz y Robert Solow, que el crecimiento económico se fundamenta necesariamente en el aumento de la de la productividad del trabajo, aunque éste, aclaraba, "no es siempre resultado de la mayor eficiencia de los trabajadores". La productividad puede ser una consecuencia del ingenio humano, de los mayores conocimientos tecnológicos, pero también puede aumentar simplemente porque se usa más capital. Con la vista puesta en el modelo soviético, Krugman lo ejemplificaba de esta manera:

Un hombre con una excavadora puede abrir un agujero más rápido que otro con una pala, pero no es más eficiente, sólo tiene más capital con el que trabajar.

Y es precisamente a esta forma de incrementar el producto de la economía, fundamentada en el uso de más capital y trabajo, a la que puede asociarse la idea de la transpiración. La economía crece porque hay más trabajadores que sudan la camiseta y, para hacerlo, emplean más capital.

Sin embargo, otra posibilidad de crecer consiste en aumentar la eficiencia -o, si el lector lo prefiere, el rendimiento- en la utilización del trabajo y el capital sobre el fundamento del cambio tecnológico. Estaremos entonces ante el crecimiento por inspiración. Es decir, ante un aumento genuino de la productividad como resultado del espíritu humano, del conocimiento aplicado a la técnica, a las formas organizativas de la producción y a los modos de gestión de las empresas; como consecuencia, en suma, de la innovación, tal como señaló en los albores del siglo XX Joseph Alois Schumpeter en su Teoría del desarrollo económico, publicada en 1911.

Aunque a los lectores pudiera parecerles indiferente cuál de estas dos formas de crecer adopta la economía -por transpiración o por inspiración-, los economistas sabemos que esta última es la preferible. Ello es así porque el crecimiento basado en un uso cada vez mayor de capital y trabajo (transpiración) rápidamente desemboca en la obtención de rendimientos decrecientes que limitan el horizonte hacia el cuál se dirige la economía. En cambio, el crecimiento basado en la mejora de la eficiencia (inspiración) conduce al logro de rendimientos crecientes que expanden ese mismo horizonte. El ejemplo de España puede ayudar a comprender mejor la superioridad de este último modelo sobre el primero. Entre 1954 y 1974 la economía española logró hacer crecer el producto real por habitante -descontada la inflación- en un 4,9 por ciento anual de manera acumulativa, de modo que, en el último año, cada español disponía de unos recursos 2,6 veces superiores a los del inicial. En cambio, entre 1995 y 2007 el PIB per capita se incrementó en un 2,5 por ciento anual acumulativo; y los españoles pudieron ver aumentada su disponibilidad de recursos 1,3 veces. Queda claro que la mejora del bienestar en el primero de esos períodos -en el que dos tercios del crecimiento se debieron a las ganancias de eficiencia- fue muy superior a la lograda en el segundo -en el que la mejora de la eficiencia sólo aportó un 15 por ciento al crecimiento de la economía-.

Crecer por inspiración debe ser, por consiguiente, el objetivo que se marquen las autoridades económicas del país ahora que empezamos a visualizar la salida de la crisis. No se me oculta que su principal tentación puede ser la de buscar algún atajo a través del cual se logre reproducir el modelo expansivo anterior a la crisis, volviendo a armar una economía de baja productividad, pero de mucho empleo. Porque lo que tiene tras de sí el crecimiento por transpiración es, precisamente, una desmesurada creación de puestos de trabajo que rozan lo improductivo. Todo lo contrario que en el crecimiento basado en la eficiencia. De nuevo, el ejemplo de España es bien ilustrativo: mientras que entre 1954 y 1974 se crearon 1,91 millones de empleos -casi 96.000 cada año, en promedio-, entre 1995 y 2007 esa cifra fue de 6,97 millones -o sea, unos 580.000 al año-. Claro que esta última sólo fue posible gracias a la entrada en España de algo más de cuatro millones de extranjeros, de los que un 75 por ciento eran trabajadores. Este flujo de población foránea ya ha desaparecido y, de hecho, nos encontramos con que la crisis ha inducido finalmente una emigración bruta anual superior a las 500.000 personas, la mayoría formada por extranjeros que regresan a su país de origen o que buscan mejor fortuna en las otras naciones europeas. Ello significa que, al menos en parte, el acuciante problema del empleo que tiene España se está resolviendo a través de su vaciamiento demográfico y, en consecuencia, en los próximos años parece que se va a relajar la presión del desempleo sobre el mercado de trabajo.

En todo caso, el crecimiento por inspiración puede dar lugar a la aparición de nuevos puestos de trabajo para los que se requerirá una mano de obra cada vez mejor cualificada. De ahí que sea urgente para nuestro país que las políticas de empleo transiten del modelo asistencial en el que están ancladas a un sistema en el que la obtención de prestaciones por desempleo se vincule a la adquisición de cualificaciones por parte de los trabajadores; y también en el que la formación de los desempleados deje de estar en manos de sindicatos y entidades patronales, para pasar a ser prestada por instituciones educativas especializadas.

Pero, más allá de las políticas laborales, el crecimiento por inspiración abre también un amplio abanico de posibilidades a las políticas industriales. Añado de inmediato que éstas no tienen por qué ser incompatibles con una orientación liberal de la política económica ni se refieren necesariamente a las industrias manufactureras, excluyendo los servicios, tal como destacó en un libro reciente Dani Rodrik, profesor en Harvard y seguramente uno de los más destacados especialistas actuales en la economía del desarrollo. Rodrik señala que "la naturaleza de las políticas industriales" es que "complementan las fuerzas del mercado", de manera que “refuerzan o contrarrestan los efectos de asignación que de otra manera producirían los mercados existentes”, cuando están sujetos a fallos relevantes en cuanto a la información y la coordinación entre los agentes que participan en ellos. Por ello, Rodrik propugna unas políticas industriales basadas en la creación de una arquitectura institucional que da entrada tanto al sector público como al privado para descubrir dónde residen las externalidades de la información y la coordinación, y de esa manera lograr aprovecharlas.

Es cierto que las políticas industriales pueden dar lugar a fenómenos de corrupción y de búsqueda de rentas que no sólo no redundan en el crecimiento, sino que lo perjudican. Y ello es un problema que requiere soluciones institucionales que impidan a los empresarios meter la mano en la caja de los dineros públicos; y a los burócratas vender sus decisiones al mejor postor. Unas soluciones que pasan por la limitación temporal de cualquier tipo de beneficios o ventajas concedidas a las empresas, y por la sujeción de todos los programas de política industrial a evaluaciones independientes y públicas.

En España se cuenta en esta materia con un amplio elenco de experiencias, a veces positivas y en otros casos muy negativas. Ejemplos de políticas industriales desacertadas, en las que los fenómenos de búsqueda de rentas han sido intensos y dilatados en el tiempo, los tenemos en casos como los de la protección del carbón, las primas y otros sistemas promocionales de la construcción naval y, más recientemente, las subvenciones a las energías renovables. En estos y otros casos, lo más característico ha sido la consecución de una actividad productiva con costes elevados, así como la ralentización o el bloqueo del progreso tecnológico, lo que ha redundado en deficiencias de competitividad muy gravosas para el conjunto de la economía. Pero también hay casos muy conocidos en los que la política industrial ha favorecido la eficiencia y las ganancias de competitividad, como por ejemplo en el sector del material ferroviario, en la ingeniería civil ligada a las infraestructuras del transporte, la industria y la ingeniería aeroespacial o, más en general, los incentivos fiscales a la I+D, incluso a pesar de sus limitaciones. Es de estas experiencias, y no de aquellas, de las que hay que extraer el conocimiento institucional con el que se puede armar una nueva política industrial que extraiga de la salida de la crisis todo el potencial de crecimiento y bienestar que encierra un modelo basado en la inspiración y no en la transpiración.

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