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Mikel Buesa

Política para la innovación

El principal problema del sistema español de innovación está en nuestras empresas innovadoras.

Un aspecto fundamental del crecimiento por inspiración al que aludía en mi último artículo es el que se refiere a la innovación tecnológica. La innovación es, en efecto, un factor de impulsión del desarrollo de las economías que permite ganar en productividad y, consecuentemente, posibilita una mejora permanente del nivel de bienestar. Este es el motivo por el que, tanto en los ámbitos gubernamentales como en los empresariales, se insiste tanto acerca de ella.

Sin embargo, los logros en el terreno de la innovación no son fáciles ni guardan una relación de proporcionalidad con el esfuerzo que la sociedad realice para sostener los procesos de investigación, teórica y aplicada, sobre los que se fundamentan los avances en el conocimiento y los cambios en la tecnología. Ello es así por dos motivos: uno, porque la producción de nuevos conocimientos está sometida a incertidumbre, de manera que nunca se pueden asegurar los resultados de ese esfuerzo; y el otro, porque esa producción se configura como un proceso de aprendizaje cuya extensión y profundidad depende de la experiencia ya adquirida y de la complejidad de las relaciones formales e informales que se establecen entre los distintos agentes que participan en ellos -me refiero a los investigadores académicos, a los científicos e ingenieros que trabajan en los laboratorios de las empresas, a los técnicos que resuelven los problemas de ingeniería, a los diseñadores y a tantos otros profesionales que gestionan las entidades públicas y privadas que de una u otra manera se implican en el aprendizaje-. Es a este entramado de agentes e instituciones al que los expertos solemos designar como sistema de innovación y al que, con frecuencia, se alude con el acrónimo de I+D+i.

Pues bien, si hacemos referencia a la realidad española en esta materia, lo primero que hay que destacar es que nuestro sistema nacional de innovación se encuentra institucionalmente desequilibrado, de manera que, a lo largo de las dos últimas décadas, ha encontrado más recursos para su desarrollo en el ámbito de los agentes y entidades de carácter académico que en el dominio de las empresas. En este sentido, se puede afirmar que, como se destaca en el Marcador Europeo de la Innovación, mientras en aquel la convergencia con los niveles promedio de la Unión Europea ha sido muy amplia, en este último queda aún un largo camino para lograrla. En otras palabras, el principal problema del sistema español de innovación no está en nuestras universidades o en nuestros organismos públicos de investigación, sino en nuestras empresas innovadoras. Éstas son todavía relativamente pocas, sobre todo en los sectores de servicios y en las industrias más tradicionales; y además en los años recientes, como consecuencia de la crisis, han disminuido dramáticamente. Así, el INE estima que si en 2006 había casi 50.000 empresas innovadoras -algo más de la cuarta parte de las empresas de diez o más trabajadores-, en 2012 esa cifra había caído a la mitad -y la correspondiente proporción a un poco más del 15 por ciento.

Siendo la de las empresas innovadoras la principal debilidad de nuestro sistema de innovación, podría esperarse que, cuando se apela a la necesidad de una política en este campo, sus promotores pusieran el énfasis sobre ella. Sin embargo, no es así, de manera que, en estos últimos años, asistimos a una verdadera campaña de propaganda, promovida principalmente por las sociedades científicas y los grupos de presión académicos, en la que sólo se mencionan los recursos que las Administraciones Públicas destinan al ámbito académico. Se afirma, sin el menor recato, que el futuro económico del país gravita esencialmente sobre el desarrollo de la investigación científica; y que, en consecuencia, la política de innovación pasa ineludiblemente por mejorar las dotaciones económicas de las universidades y los organismos públicos de investigación.

Es cierto que, en estos años de crisis, han disminuido los recursos que las Administraciones Públicas han destinado a financiar las actividades de creación de conocimiento científico y tecnológico. Más concretamente, según la Estadística de I+D del INE, esos recursos alcanzaron su máximo (7.372 millones de euros) en 2009; y en 2012, último año para el que se dispone de datos, habían descendido hasta 6.303 millones -o sea, un poco menos del 15 por ciento-. Pero el sector que con más intensidad se ha visto impactado por ese recorte no ha sido el dedicado a la investigación científica, bien sea en las universidades -en las que la reducción se ha cifrado en el 11 por ciento- o en los organismos públicos de investigación -para los que la caída de los fondos públicos ha sido del 21 por ciento-, sino el de las empresas innovadoras, en las que la disminución del acceso a la financiación pública empezó un año antes y, desde entonces, se ha elevado hasta el 38 por ciento.

Sin duda, las dificultades financieras en la I+D no constituyen una circunstancia favorable para hacer de la innovación un elemento central de la salida de la crisis. Pero inmediatamente hay que añadir que esas dificultades deberían haber servido de acicate para eliminar las ineficiencias de los sectores investigadores. Así ha sido en las empresas -y de ahí la reducción del número de las que desarrollan actividades de I+D+i-, pero no en las universidades o en los organismos públicos. Para aquellas, los profesores Hernández Armenteros y Pérez García, en un interesante trabajo que publicó la Fundación CYD, calcularon que una cuarta parte de sus plantillas docentes no realiza ninguna tarea investigadora, lo que significa que la totalidad del impacto de los recortes en los fondos de la política de innovación se podría haber compensado, más que sobradamente, con una racionalización de sus recursos humanos. Sin embargo, los rectores de las universidades se han resistido a tomar medidas de esa naturaleza; y cuando lo han hecho generalmente han incurrido en una irracionalidad aún mayor que la previa a la crisis.

En el caso de los organismos de investigación del sector público -cuyo aumento en el período previo a la crisis, de la mano de las comunidades autónomas, fue desorbitado, como muestra el hecho de que pasaran de ser 181 en el año 2000 a más de 500 a partir de 2008- no tenemos ningún estudio que haya cuantificado sus ineficiencias. Pero éstas deben ser mucho más amplias que en las universidades si las juzgamos en función de la evolución de la productividad de los científicos que trabajan en ellos. Ésta se redujo en un 60 por ciento entre 2000 y 2007; y aunque posteriormente ha experimentado una mejora, su nivel actual apenas llega a dos tercios del que se registraba al comienzo del siglo. Por tanto, también en este caso la racionalización de las plantillas empleadas en la actividad científica habría podido servir para absorber la incidencia de las dificultades financieras.

Por todo ello, cuando se encara el desarrollo de una política destinada a impulsar la innovación como uno de los elementos esenciales de un modelo de crecimiento por inspiración para la economía española, conviene hacer caso omiso de las quejas de los grupos de presión de los científicos y propiciar una mayor orientación del esfuerzo público hacia las empresas innovadoras a fin de favorecer su emergencia y consolidar su papel en nuestro sistema productivo. Claro que, para ello, convendría revisar completamente la instrumentación de esa política, sacando de su gestión a los lobbies académicos y mejorando sus sistemas de evaluación y control. Zvi Griliches, uno de los economistas más destacados en esta materia, vinculado a la Universidad de Harvard hasta su muerte en 1999, escribió en una ocasión que, aunque los rendimientos de la investigación son "en general muy elevados, (…) eso no significa que debamos gastar cualquier cantidad de dinero en cualquier cosa llamada investigación". Su consejo, formulado hace ya más de medio siglo, debería figurar grabado en piedra en los despachos de los gestores de la política para la innovación.

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