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José T. Raga

El temor a lo transitorio

Hay razones más que suficientes para no negociar un nuevo modelo con quien ha malversado, defraudado y estafado a la sociedad en el modelo llamado a su fin.

La vida me ha enseñado a ser temeroso de los regímenes transitorios y, más aún, de aquello que brota de negociaciones para desmontar regímenes perversos con quienes fueron los artífices de la perversión. Cuando algo se pervierte, o cuando nace ya pervertido, hay que liquidar cualquier intento de prolongar su vigencia, aunque sea con nuevos ropajes con apariencia de regeneración. El temor llega al límite cuando aquellos agentes perversos, lejos de confesar sus culpas y arrepentimiento, lejos de clamar por la aplicación de la ley, encubren y afianzan el vicio avalándolo en virtud de una errónea solidaridad.

Espero que no ocurra con el régimen transitorio hacia un nuevo modelo de formación profesional lo que ocurrió con la vieja Ley de Aguas de 1879, que superó en vigencia al Código Civil de Alonso Martínez, o lo ocurrido con el Código Penal de 1870, que, nacido bajo el apelativo de código de verano, y ha sido en su materia el que más tiempo ha estado en vigor.

Pero, entrando ya en el tema que motiva estas líneas, y situando el escenario regulatorio en el momento en que se produce, con la triste historia que le precede, no entiendo, si no es por aquello de suscribir lo políticamente correcto, que el método para alumbrar un nuevo modelo para la formación profesional de nuestras gentes sea el de la negociación con aquellos –los llamados "sindicatos más representativos a nivel estatal"– que han provocado el mayor escándalo económico, político y social de cuantos se han producido en nuestra secular historia en período de paz.

Es expresiva, aunque resulte políticamente incorrecta, la expresión de un director general de otro tiempo, según la cual "no se puede pedir opinión a las perdices para promulgar la Ley de Caza". Hay razones más que suficientes para no negociar un nuevo modelo con quien ha malversado, defraudado y estafado a la sociedad en el modelo llamado a su fin. El nuevo modelo debe excluir a aquellos que incurrieron en conductas viciosas, además, por carecer de competencia en la materia que se les confiaba. Seguir contando con ellos es lo que conduce al dichoso régimen transitorio, de medias tintas, algo así como un embarazo extrauterino aunque algo aliviado, por lo que poco puede esperarse del ser esperado.

No podemos marginar a las entidades con solvencia histórica, sobradamente probada, en la formación profesional de los jóvenes. No hay razón alguna para suponer que los sindicatos y la patronal tienen mayor capacidad para ello. Ni el régimen de subvenciones garantiza siempre lo que pretende –da lugar con frecuencia a simples buscadores de rentas– ni los que intervienen por parte de la oferta podrían satisfacer la pretensión de formación que se predica.

Personalicemos el problema en cada familia. ¿Entregaríamos la formación de nuestros hijos a los cursos ofertados por los sindicatos? Si la respuesta es negativa, ¿por qué entregar dinero público a quienes no confiaríamos el propio para la misma misión?

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