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EDITORIAL

El trágico fundamentalismo laboral

El mayor drama que sufre España no es la aberrante tasa de paro que sigue sufriendo el país, la más elevada del mundo desarrollado, sino la sangrante regulación que ha propiciado dicha tragedia. La legislación laboral, la absurda y contraproducente judicialización que impera en esta materia y la brutal rigidez que, pese a todo, aún imponen los sindicatos a través de los convenios han cosechado un fracaso absoluto, rotundo y sin paliativos. Basta un dato para certificarlo: 5.427.700 parados, según la última Encuesta de Población Activa. Tras siete años de larga y agónica crisis, España todavía soporta una tasa de paro próxima al 24%, a la cabeza de la UE, junto con la ruinosa Grecia, y más que duplicando la media europea.

España es todo un ejemplo de lo que no hay que hacer nunca en materia de trabajo. La economía nacional ha sufrido la mayor destrucción laboral de su historia, tras desaparecer más de 3 millones de empleos -la inmensa mayoría en el sector privado- y multiplicar por tres el paro durante estos años. Es evidente que algo funciona muy mal en el mercado de trabajo patrio, y el error no es otro que la ausencia, precisamente, de mercado. Si algo ha abundado y aún abunda en España es justo lo contrario: intervencionismo en todas y cada una de las relaciones entre empleador y empleado, además de sufrir una de las fiscalidades sobre el trabajo más altas de la OCDE.

España ha mantenido durante décadas un sistema laboral que es herencia directa del franquismo y que, por desgracia, ha impuesto una enorme rigidez. De ahí que, pese a la gran burbuja registrada la pasada década, el paro no lograra bajar del 8%, una tasa inaceptable para la mayoría de países ricos en época de crisis, y que nada más estallar la recesión comenzara el imparable ascenso en las listas del Inem. No es casualidad que España, siendo uno de los países con mayor rigidez laboral del mundo y con los costes de despido más altos, sea líder en desempleo. Por el contrario, las economías más flexibles y libres en esta materia gozan de tasas muy inferiores al 10% e incluso próximas 5%, a pesar de haber sido golpeadas por la crisis. Negar esta realidad e insistir en las fracasadas recetas intervencionistas del pasado para intentar combatir esta lacra no constituye sólo una terrible equivocación, sino pura y simple necedad, propia del fundamentalismo estatista que tanto abunda a nivel político.

La solución es otra. La reforma laboral que aprobó el PP en 2012 supuso un paso muy importante en la dirección correcta, pero claramente insuficiente para superar el problema del paro. La limitada flexibilización que propició dicho cambio se tradujo en una menor destrucción de empleo durante la recesión y en creación de puestos de trabajo en cuanto la economía empezó a repuntar. Si esta senda ha dado resultados positivos, tal y como pregona el Gobierno, es una grave irresponsabilidad que los populares no pongan en marcha nuevas reformas en esta misma línea para acelerar la reducción del paro. Es imprescindible avanzar en esta materia, ya sea reduciendo los costes del despido como eliminando tipos de contrato, rebajando cotizaciones sociales, desjudicializando el mercado laboral, acabando con el chiringuito de sindicatos y patronal en los cursos de formación, mejorando la eficiencia de las prestaciones de paro o reformando los servicios públicos de empleo, entre otras muchas medidas deseables. Por desgracia, el Ejecutivo de Mariano Rajoy no tiene ninguna intención de acabar con el paro, ya que su única intención es proteger su interés electoral y no el del conjunto de los españoles, tal y como se ha encargado de demostrar, una y otra vez, a lo largo de la presente legislatura.

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