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José T. Raga

Nietos que queman la herencia del abuelo

Democracia y demagogia son siempre polos opuestos.

Nada hay de excepcional en el título que sirve de comienzo a estas líneas. Suele decirse que, entre generaciones, el abuelo inicia una idea fructífera, el hijo la agranda y la hace más provechosa, y el nieto, seguro de sí mismo, convencido de sus ideas, por necias que puedan serlo, da al traste con todo lo hecho, dilapidando lo cosechado, siendo la vergüenza y el descrédito para quienes conocieron a sus antepasados.

A partir de ese principio, que, sin ser inamovible, sí es muy general, no sólo en asuntos materiales, sino también en los inmateriales, en los humanos, en aquellos que pertenecen al ámbito del ser, a sus orígenes y a sus comportamientos, hoy me gustaría centrarme en el mundo de las ideas y de las doctrinas; en aquellos elementos que conforman el sustrato de la persona y de la comunidad, cuyas contribuciones tienden a la construcción de una sociedad mejor, más digna, más respetuosa y más fraterna.

Por ello, me veo asombrado, a la vez que defraudado, cuando oigo al primer ministro Tsipras argumentar que no puede variar su enloquecido programa de gobierno porque en ello va su honor, además de por respeto a la democracia. ¿Qué dirían ante esta manifestación sus antepasados de los siglos IV y III antes de Cristo? ¿Es un respeto a la democracia? ¿Puede una sociedad suicidarse por respeto a una pretendida democracia?

Si ojeamos a Platón –griego igual o más que Tsipras– en La República, los términos del primer ministro tienen valor distinto, y yo diría que mejor. Muy a principios del siglo III a. de J. C. ya se diferenciaba claramente entre formas puras y formas corruptas de gobierno –tres y tres respectivamente–, que formalmente parecen iguales pero cuyos efectos son bien diferentes.

Frente a la monarquía –gobierno de uno–, la aristocracia –gobierno de unos pocos selectos– y la democracia –gobierno del pueblo elegido–, encontrábamos tres correspondientes formas corruptas: la tiranía –también gobierno de uno pero desconsiderando los intereses esenciales del pueblo–, la oligarquía –gobierno de unos pocos, como su forma pura, pero de espaldas a las legítimas pretensiones de la población– y la demagogia –gobierno del pueblo elegido, de espaldas al pueblo elector, incluso en contra del bien de aquel–.

¿Nos quiere convencer Tsipras de que su programa de gobierno lo es para el bien de todos los griegos? ¿No tiene que estar seguro de que el voto que le avala no coincide con lo que los griegos realmente pretendían elegir? Platón, que se inició en la poesía, acabó denostándola por el mal que pueden producir los poetas con su alejamiento de la realidad.

¿Es Tsipras un poeta? Creo que no, y éste es su mal, porque sí está lejos de la realidad, tras quemar el patrimonio de aquella cultura griega que, romanizada y cristianizada, hizo grande a Europa y al mundo.

Democracia y demagogia son siempre polos opuestos.

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