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José T. Raga

A vueltas con el Impuesto de Sucesiones

Empobrecer a los ricos: un argumento indiscutible, aunque necio, a favor del Impuesto de Sucesiones.

La cuestión de los impuestos, tanto en su cuantía como en su modalidad y gravamen, ni pude ni debe ser un asunto menor ni caprichoso. Cuando Adam Smith escribe su Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), en su Libro V describe las funciones que debe cumplir el Estado, porque, siendo ventajosas en alto grado para toda la sociedad, ningún individuo o grupo de individuos podrían acometerlas.

Esas funciones son las que justifican la presencia del Estado en la vida económica, y las que sustentan que para su financiación se requiera de la colectividad el pago de impuestos, suficientes y sólo suficientes, para dar cobertura a aquellas necesidades. Cargas tributarias que deberán cumplir con los criterios de justicia, siendo lo menos onerosas posibles, es decir, con el mínimo sacrificio para los contribuyentes.

Criterios como el beneficio y la capacidad de pago han servido para determinar el reparto de la carga que, justificada por la cuantía de aquellos servicios, tendría que incidir en la economía personal, detrayendo recursos que en otro caso habrían servido para satisfacer las necesidades privadas. Pero ¿qué necesidades? ¿Sólo las presentes? ¿Podemos asegurar que cualquier necesidad futura dispondrá de los recursos necesarios para satisfacerla?

Dirá Carl Menger en sus Principios de economía política (1871):

Lo que distingue a los hombres de elevadas culturas de los restantes agentes económicos es que prevén la satisfacción de sus necesidades no sólo para cortos períodos de tiempo, sino para espacios temporales mucho más prolongados (...) y, de ordinario, su preocupación va incluso más lejos, de modo que tampoco a sus descendientes les falten los medios necesarios para que a su vez puedan alcanzar este objetivo.

Tan es así, que no hay otra razón para sacrificar el consumo presente para que mediante la constitución del ahorro podamos garantizar el acceso a los bienes capaces de satisfacer las necesidades futuras. Sólo un providencialismo irresponsable y suicida, propio de mentalidades primitivas, podría confiar al Estado la atención de las necesidades personales en un horizonte temporal que, como bien dice el fundador de la Escuela Austriaca citado, excede la dimensión personal, extendiéndose también a la vida de nuestros descendientes.

¿Qué razón avala pues, la confiscación de unas rentas ahorradas mediante el sacrificio del consumo presente, sometiéndolas a un nuevo gravamen, al que se añadirá en esa escalada impositiva el que resulte de aplicación cuando aquellos ahorros se traduzcan en gastos para satisfacer las necesidades? ¿Cuál es el criterio de justicia? ¿Puede el despilfarro ser un objetivo social?

El objetivo de promover una reforma social es lo que lleva a John Stuart Mill, en 1848, a limitar el derecho a heredar de los causahabientes, incluso negándolo en la sucesión ab intestato. Y ¿cuál es el alcance de la reforma social? Simplemente, empobrecer a los ricos. Un argumento indiscutible, aunque necio, a favor del Impuesto de Sucesiones.

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