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Jesús Laínz

El Gran Hermano te vigila

El sueño de cualquier totalitarismo. No hace falta acudir al Apocalipsis de San Juan para estremecerse.

Los países escandinavos, tan progresistas ellos, creando tendencia una vez más. Esta vez es Dinamarca, cuyo gobierno socialdemócrata quiere acelerar la desaparición del dinero en efectivo para que en pocos años todas las transacciones, hasta las más pequeñas en bares o taxis, se hagan con tarjeta. Y pocos días después, el gobierno socialista francés ha anunciado que está estudiando adoptar medidas en la misma dirección. Habrá que ver la postura de las respectivas oposiciones dizque derechistas, aunque, en el improbable caso de que ahora se opusieran, no tardarán ni un par de años en apuntarse a la medida según la ley universal, enunciada por Balmes hace ya dos siglos, de que la función de los conservadores no es otra que la de conservar la revolución. El PP español es el mejor ejemplo de ello.

La principal excusa es, naturalmente, acabar con la economía sumergida, eufemismo que oculta el afán de recaudar más impuestos. Debe de ser que se pagan pocos. ¡Y pensar que en la Europa de hace menos de un siglo, en los años de entreguerras, causaba escándalo que la presión fiscal en su conjunto –renta, sociedades, impuestos indirectos, etc.– empezara a acercarse peligrosamente al 8% de lo ganado anualmente por una persona!

Pero como la cosa recaudatoria no resulta excesivamente simpática, para que la medida gane en popularidad hay que esgrimir más motivos, publicitariamente muy bien estudiados, como el de la reducción de los costes administrativos que implica el manejo del efectivo, así como el del ahorro en seguridad, en transporte y, para mayor detalle, hasta en contratación de personas para instalar circuitos de vigilancia. Incluso –¡beneméritos gobernantes nuestros, siempre pendientes de nuestra felicidad!– se menciona el avance sanitario que conllevará eliminar el contacto con monedas y billetes, esos objetos tan sucios.

Muchos, la gran mayoría de los esclavos felices, se lo tragarán encantados, del mismo modo que, cuando empezaron a implantarse cámaras de vigilancia en las calles, muchos virtuosos ciudadanos lo aprobaron ante el argumento de que quien no tuviera intención de delinquir no tenía por qué oponerse. Y a los pocos que todavía conserven el instinto de contemplar el asunto con suspicacia no les quedará más remedio que aguantarse, una vez más, ante la invencible presión de la manada.

Si a la desaparición del dinero y las cámaras por todas partes les añadimos las benditas redes sociales, los drones, el acceso a lugares mediante identificación de huellas y pupilas, así como los teléfonos, ordenadores portátiles, coches y demás artilugios con GPS –¡y lo que la tecnología tenga a bien seguir regalándonos en el futuro!–, la cosa está clara: nunca el Ser Humano ha estado tan vigilado como en estos libres, igualitarios, democráticos y luminosos días que nos ha tocado vivir. Pero ¡todo es por nuestro bien, naturalmente!

Big Brother is watching you! El sueño de cualquier totalitarismo. No hace falta acudir al Apocalipsis de San Juan para estremecerse.

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