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José García Domínguez

Por qué el euro causa tantos desastres

El euro no constituyó una elección facultativa sino una necesidad imperiosa.

El euro no constituyó una elección facultativa sino una necesidad imperiosa.

Mientras comienzo a redactar estas líneas cansinas solo hay algo que se sepa con certeza absoluta a propósito de la (hipotética) capitulación de Grecia: que no van a pagar. Pase lo que pase, no van a pagar. Y no van a pagar, entre otras poderosas razones, porque no tienen con qué. Volveremos, pues, a lo de siempre, a ese eterno día de la marmota en que se ha convertido la agonía a cámara lenta de la Eurozona. ¿Hace falta que recuerde al lector el argumento del enésimo remake que está a punto de proyectarse en todos los televisores del continente? Nuevo rescate solidario, nuevo plan de austeridad en las cuentas públicas, nueva contracción súbita de la demanda interna por efecto de esa misma terapia de choque, nueva diminución adicional del PIB local, nueva reducción inducida de los ingresos fiscales del Estado, nuevo agravamiento del déficit por efecto de lo anterior, nueva necesidad imperiosa de refinanciar una deuda mil veces refinanciada, nuevo colapso financiero… Y así ad infinitum.

Apenas un rutinario déjà vu, por lo demás. Porque lo que falla no es Tsipras, ni Syriza, ni Grecia, ni Alemania, ni Bruselas, ni el Eurogrupo, ni el FMI, ni Hollande, ni Lagarde, ni Merkel ni el pobre Rajoy. Lo que falla es el euro. O su configuración actual, por decirlo en términos más digeribles para las almas sensibles. A ojos de los griegos, de los españoles, de los portugueses, del Sur todo, Europa era una narración, la resumida en lo que en su día se llamó "Estrategia de Lisboa". Recuérdese el hilo argumental de aquella variante posmoderna del cuento de la lechera: la desaparición del riesgo cambiario, consecuencia primera de la implantación de la moneda común, provocaría que los tipos de interés de los parientes pobres del Mediterráneo se igualasen con los vigentes en Alemania, mucho más bajos, huelga decir. A partir de ese prodigio germinal, los mercados libres obrarían por su cuenta y riesgo el milagro de la convergencia entre Norte y Sur. Una simple cuestión de tiempo.

Primero desembarcarían en la Europa meridional, España incluida, los capitales del Norte, atraídos por el rico olor de las altas rentabilidades. Efecto natural de esa lluvia de inversiones, nuestras mediocres productividades nacionales, las de los malhadados PIIG, se homologarían, por fin, a las muy superiores de germanos y compañía. Griegos, holandeses, españoles, austriacos, portugueses, finlandeses, ya constituiríamos un todo indistinguible por nuestra común eficiencia. Demasiado bonito como para compadecerse en algo con la verdad. Y es que bajaron, sí, los tipos de interés. Arribaron, sí, los soñados capitales del Norte. Pero se fueron todos a… especular en la construcción. En Grecia exactamente igual que en España. Contra lo previsto en el guión del cuento, el euro ha hecho a Europa mucho más heterogénea que antes. Un rasgo congénito de la divisa común que, cuanto más va pasando el tiempo, más se acentúa. Y ello no por causa de conspiración política alguna, sino por efecto de una lógica económica elemental.

Ocurre que el tamaño sí importa. Y mucho. Así, la gran industria de Alemania reaccionó al incremento súbito de a demanda provocado por la unificación monetaria ampliando sus factorías. Los gigantes del Norte crecieron hasta una escala mucho más gigantesca aún. Algo que les haría ganar una productividad diferencial que acabó expulsando de los mercados a los pigmeos que subsistían en el Sur. Pues, y esta sería la segunda consecuencia no prevista en el cuento, la industria europea tendió a concentrarse en el espacio de un modo todavía más intenso que antes; a concentrarse, no a dispersarse. Las divergencias asimétricas son el futuro, no el pasado. Cádiz –o Atenas– nunca se parecerá a Múnich. Al revés, cuanto más tiempo pase resultarán territorios más dispares entre sí.

¿Por qué, entonces, se implantó el euro? Pues por una razón simple: porque no quedaba otro remedio. El euro no constituyó una elección facultativa sino una necesidad imperiosa. El día que Europa implantó la libre movilidad de capitales, el destino del euro quedó escrito. Porque en ese instante surgió un dilema insoluble. Ocurre que es imposible, simplemente imposible, que una nación posea una moneda estable, libertad de entrada y salida de capitales e independencia en su política monetaria. Ha de optar, pues, por dos de esos objetivos, renunciando al tercero. El Reino Unido, por ejemplo, apostó por la independencia monetaria. Grecia y España, en cambio, eligieron la estabilidad cambiaria. Y no parece muy difícil adivinar quién acertó. ¿O sí?

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