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EDITORIAL

A vueltas con el salario mínimo

Fijar por decreto el salario mínimo de un trabajador es tan absurdo como lo sería fijar por decreto su productividad.

La última reunión del Consejo de Ministros del año ha concluido con la aprobación del decreto que fija el salario mínimo interprofesional para 2016 en 655,20 euros al mes, o 21,84 euros día, lo que representa una subida del 1% respecto a este año. El Gobierno, que considera que este incremento responde a la mejora de las condiciones generales de la economía, asegura que la decisión ha sido consultada con las organizaciones empresariales y sindicales más representativas, mientras que estas últimas aseguran que ha sido una decisión de carácter unilateral.

El salario mínimo estuvo congelado en 2012 y 2014, mientras que en 2013 registró un aumento del 0,6 %, ligeramente superior al 0,5 % de 2015. La subida del 1% es muy inferior a la planteada por UGT y CCOO, que consideran que se debería incrementar un 11% en enero de 2016, para llegar a los 720 euros al mes, en 14 pagas; y otro 11% en enero de 2017, al objeto de alcanzar los 800 euros.

En caso de que el Gobierno persistiera en su decisión unilateral, tanto UGT como CCOO han anunciado que presentarían una denuncia ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) por vulneración de los derechos laborales.

Aunque los sindicatos tengan razón al afirmar que la subida del SMI es una decisión unilateral del Gobierno, aquí quien vulnera los derechos laborales es quien se arroga la potestad –sean gobernantes, sean sindicalistas– de decidir por todos y cada uno de los trabajadores de este país cuál es el salario mínimo que deben percibir a cambio de su trabajo. Los salarios no dependen de la generosidad ni de las buenas intenciones de ningún gobernante, sino de la productividad de cada trabajador. Si la ley fija el salario de un trabajador por encima de lo que un empresario está dispuesto a pagar por su trabajo, el resultado no será que ese trabajador perciba una remuneración superior a la que habría percibido en caso de no existir dicha legislación, sino que ese trabajador será despedido o permanecerá en el paro.

Afortunadamente, la cuantía del salario mínimo fijada por ley es, en la mayoría de los casos, muy inferior a la que libremente pactan empresarios y trabajadores. Pero en el caso de algunos jóvenes, inmigrantes o trabajadores muy poco cualificados, esa legislación, que se arroga el derecho de decidir cuál es el mínimo que deben percibir por su trabajo, podría condenarlos al paro. No es casualidad, en este sentido, que el paro sea dos veces más alto en los países europeos que tienen leyes de salario mínimo. Tampoco es casualidad que los países europeos en los que no existen leyes de salario mínimo, como Austria, Dinamarca, Finlandia, Alemania, Islandia, Italia, Noruega, Suecia o Suiza, sean los que pagan salarios más elevados.

Fijar por decreto el salario mínimo –o el máximo, dicho sea de paso– de un trabajador es, en definitiva, algo tan absurdo como fijar por decreto su productividad. El salario, como el precio de cualquier otro bien o servicio, debe ser acordado libremente por las partes, según las leyes de la oferta y la demanda. No debe existir un salario mínimo que no sea el que fije cada trabajador y esté dispuesto a pagar quien lo contrata. Ignorar esto podrá servir a los gobernantes para hacer demagogia a costa del amplio desconocimiento sobre la materia, pero desde luego no va a favorecer en nada la creación de empleo.

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