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José García Domínguez

La trastienda del TTPI

Sus consecuencias inmediatas para millones de seres humanos serán cualquier cosa menos triviales.

El TTPI, una cuestión que ni se mencionará en la campaña electoral porque simplemente no existe para los partidos españoles, tanto para los de la vieja política como para los de la que se dice nueva, viene llamado a constituir, sin embargo, la transformación económica internacional más importante del siglo XXI. Su relevancia, sin exagerar lo más mínimo, se prevé enorme. De ahí que ese muy olímpico desdén de los candidatos ante el asunto, una mezcla a partes iguales de irresponsabilidad e ignorancia, constituya la frívola excepción en toda Europa a estas horas. Desde Francia (se acusa a Hollande de haber filtrado los borradores del tratado a Greanpeace) hasta Alemania (su industria automovilística rechaza de plano los términos que le conciernen), el escepticismo y la polémica a este lado del Atlántico no paran de crecer. Es una ola que ya ha llegado a Bulgaria (el Parlamento amenaza con vetar el acuerdo), Austria (los dos candidatos a la Presidencia, igual el de la extrema derecha que su rival ecologista, amagan ya con convocar un referéndum) y, entre otros, Eslovenia (el Gobierno se plantea igualmente convocar una consulta popular para su ratificación). Y eso solo a este lado del charco. Porque al otro quien lleva meses y meses armando ruido sin parar con el tema es Donald Trump.

Las cosas serían más sencillas si pudiésemos sentenciar sin temor a error que los contrarios al libre comercio entre Europa y América son todos unos palurdos, una pandilla de ignorantes reaccionarios que desconocen las leyes de la economía. Resultaría todo mucho más simple si se pudiera alinear por sistema a los defensores del libre comercio entre los abanderados del progreso de la Humanidad y, por contra, a los refractarios entre la carcundia retrógrada, la de los herederos de la mentalidad mercantilista propia del Antiguo Régimen. El problema es que esa taxonomía resulta ser falsa. Y es que, desde el punto de vista de las comunidades humanas, el libre comercio puede devenir en muchos casos un juego de suma cero, un proceso en el que unos ganan y otros pierden. Y en esas situaciones, como a las que de inmediato va a dar lugar la aplicación del TTPI, no disponemos de ningún criterio objetivo para poder afirmar que un país en su totalidad resulta beneficiado o perjudicado. A esos efectos, la economía real, a diferencia de las bonitas teorías de los manuales, se muestra endemoniadamente compleja y llena de matices y claroscuros.

Si la economía fuese lo mismo que la administración de empresas, una disciplina en la que los costes se miden por medio de los precios de mercado, no habría ningún problema con el TTPI. Ninguno. Desde esa perspectiva, nadie pierde con la apertura de los mercados a la competencia exterior. Pero la economía no es lo mismo que la administración de empresas: ella tiene en cuenta costes que van más allá de los precios de mercado. Porque la otra cara del TTPI será la inmediata redistribución de los ingresos entre los millones de habitantes de Europa y América que viven de los sectores afectados por la literalidad de su contenido. Quienes defienden por norma el libre cambio suelen argumentar sobre ese espinoso extremo que, si bien puede haber perjudicados a corto plazo, a la larga todo el mundo sale ganando. Lástima, no obstante, que nadie haya podido demostrar hasta la fecha afirmación tan optimista. Cada folio, cada párrafo, cada línea, cada frase del TTPI se está negociando a cara de perro porque sus consecuencias inmediatas para millones de seres humanos serán cualquier cosa menos triviales. ¿Tan difícil sería que, entre chascarrillo de Twitter y chascarrillo de Twitter, nuestros cuatro aspirantes a ejercer de estadistas en la Moncloa dedicasen un minuto, apenas uno, al asunto?            

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