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José García Domínguez

El marciano que aterrizó en Madrid

Simplemente es falso, queridos marcianos de aquí y de Marte, que para devenir más competitivos tengamos que bajar los sueldos a la gente.

Mientras Luis de Guindos celebra que su firme apuesta por la mediocridad continúa dando los frutos esperados, con todos esos nuevos empleos temporales de camarero, friegaplatos y cajero de supermercado que airean eufóricos los medios de comunicación afines, imaginemos que un marciano aficionado a la economía aterrizase con su platillo volante en la Puerta del Sol de Madrid. Nuestro alienígena, una vez liberado de la escafandra preceptiva en todo viaje espacial, trataría, sin duda, de formarse un juicio personal sobre esa pintoresca península terrícola por medio de algunas pesquisas muy básicas. Así, el hombrecillo verde acusaría recibo, de entrada, de los dos indicadores socioeconómicos más notables del territorio en cuestión. Por una parte descubriría, acaso con alguna sorpresa, que la tal península resulta ser uno de los rincones del planeta con menor tasa de natalidad. Habría ido a caer en un sitio donde no nace casi nadie desde 1974. Por otra parte, igual descubriría que los contados homínidos que ven la luz en ese perdido rincón del Cosmos poseen la inmensa fortuna de contar con una de las tasas de graduados universitarios más altas del Universo.

El azar lo habría empujado, pues, a un curioso paraje donde son muy pocos y, además de ser muy pocos, disponen de formación superior, si no la mayoría, casi. Así las cosas, ¿cuál sería la conclusión primera que extrajese un economista de tres cabezas y cinco piernas formado en la mejor universidad privada de Marte? Sin duda, daría por hecho que, siendo tan pocos y estando tan bien formados, los sueldos medios de esos afortunados terrícolas, los llamados españoles, necesariamente deberían resultar muy altos, de los más altos del Sistema Solar. A saber qué caras pondría el pobre marciano tras descubrir que, en los antípodas de su impecable conclusión lógica, esos homínidos meridionales se llevan a casa, también en promedio, unos de los sueldos más míseros y raquíticos de cierto club que ellos llaman Unión Europea. Perplejo y desorientado, es probable que nuestro desolado marciano pidiera entonces consejo a sus colegas locales, los economistas de una sola cabeza (en el mejor de los casos) que imparten ciencia en los medios de comunicación locales. Y ellos le aclararían que el gran problema de los terrícolas españoles es que no son como los esforzados terrícolas chinos.

Los terrícolas chinos, le dirían, son muy competitivos porque ganan menos. Así de simple. No del todo convencido, el marciano buscaría entonces la lista de los terrícolas más competitivos con la esperanza de darse de bruces con algún chino famélico en el primer puesto. Pero, oh sorpresa, ni rastro de los chinos en ese podio. Porque los terrícolas más competitivos resultan ser unos que se llaman suizos. ¿Y los suizos en cuestión cobran poco? Oh sorpresa (y ya van dos), los trabajadores suizos, lejos de cobrar poco, son los que reciben los sueldos medios más altos de todo su mundo. Instante procesal en el que una de las tres cabezas de nuestro visitante sorprendería a las otras dos al concluir que la competitividad no es el resultado de pagar sueldos de risa a los trabajadores sino todo lo contrario, la premisa que hace posible abonarles salarios muy altos. De ahí que Suiza sea tan competitiva al tiempo que sus empresas pagan salarios altísimos a sus empleados. Porque simplemente es falso, queridos marcianos de aquí y de Marte, que para devenir más competitivos tengamos que bajar los sueldos a la gente, la famosa moderación salarial. Porque la clave de la competitividad de Suiza nos son sus sueldos, sino su productividad. ¡Es la productividad, estúpidos!

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