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José García Domínguez

¿Sirven para algo las reformas laborales?

Si el gran mito del siglo XIX hispano fue la nunca consumada reforma agraria, el de nuestra época es la reforma compulsiva e interminable del mercado de trabajo.

Si el gran mito del siglo XIX hispano fue la nunca consumada reforma agraria, el de nuestra época es la reforma compulsiva e interminable del mercado de trabajo.
Una oficina gallega de empleo | EP

La sentencia, importantísima, de los tribunales europeos que obligará a homologar las indemnizaciones por despido de temporales e indefinidos está llamada a reabrir el eterno debate bizantino sobre una de las más extravagantes taras de nuestro mercado laboral, la que tiene que ver con el muy chocante exceso estadístico que representa la contratación precaria. Desde que, en 1984, Felipe González introdujera por primera vez en España la figura de los contratos temporales que no requerían justificación alguna para su existencia salvo la voluntad del empresario de no pagar indemnizaciones, se han sucedido aquí nada menos que siete reformas laborales. Se dice pronto, siete. Si el gran mito del siglo XIX hispano fue la nunca consumada reforma agraria, el equivalente contemporáneo de aquella obsesión recurrente es la reforma compulsiva e interminable del mercado de trabajo.

La primera, esa con la que el PSOE se cubrió de gloria al crear la categoría sociológica del precariado, se implantó con 2,7 millones de parados (el 21% de la población activa de la época). La segunda, que data de 1994, se llevó al BOE con ya 3,7 millones de demandantes de empleo en las calles (una tasa del 24%) y con el precariado, esto es, los novísimos asalariados temporales, representando el 31% del total. La tercera reforma llegaría en 1997, año en el que solo había en España 3,4 millones de desempleados; la temporalidad, por su parte, había ascendido en aquel entonces al 37%. La cuarta se haría esperar poco: llegó en 2001, cuando se estaba cebando la mayor burbuja de la historia y, pese a ello, seguían figurando 1,9 millones de parados en los registros del INEM; mientras, la temporalidad, impertérrita, persistía enquistada en un 35%. La quinta reforma, consumada apenas cinco minutos antes de que se desplomara como un castillo de naipes el sistema financiero mundial, adoptó ropajes de ley en 2006. Fue, sin duda, nuestro mejor momento, el que ahora todos recuerdan con nostalgia puesto que únicamente había en el país 1.760.000 parados; la temporalidad, en fin, andaba por el 34%.

La sexta, ya con el país en caída libre, fue la de Zapatero. Corría el año 2010 y el número oficial de desempleados llegaría el último día de diciembre a sumar 4.696.000 personas. La séptima reforma, la de Rajoy en 2012, arribó coincidiendo con la espeluznante cifra de 5.965.400 parados. Y a estas horas, nadie lo dude, ya habrá docena y media de expertos redactando la octava en algún despacho ministerial. Pero ¿tienen las continuas reformas laborales españolas alguna relación de causalidad , siquiera lejana, con la creación de empleo? La respuesta que más se compadece con la verdad es "no". Lo que determina la creación de empleo es la coyuntura económica, no la legislación laboral. De ahí que en España se haya creado empleo a raudales con marcos legislativos muy rígidos y se haya destruido empleo a mansalva con regulaciones laborales en extremo laxas. Sosiéguense, pues, los inquietos: no se dejará de implantar un solo puesto de trabajo nuevo por mor de esa indemnización a los temporales. Ni uno solo.

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