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José García Domínguez

La guerra de Trump contra Alemania

Trump, sí, le va a hacer probar a Merkel su propia medicina.

Si durante todo el tiempo que duró la Guerra Fría Estados Unidos y Alemania fueron aliados estratégicos, desde septiembre de 2008, cuando la caída de Lehman Brothers puso en marcha el derrumbe súbito del orden económico del hemisferio occidental, Washington y Berlín comenzaron a identificarse cada vez más como enemigos no menos estratégicos. Un enfrentamiento larvado, el que desde entonces mantienen las dos grandes potencias de ese área, que, si bien en sordina y conservando las formas diplomáticas, ya era muy evidente bajo el mandato de Obama (episodios como el del espionaje a Merkel o el apoyo de Estados Unidos a la Grecia de Syriza frente a Berlín y Bruselas exigen ser leídos en esa clave). Al respecto, la llegada a la presidencia de Trump no ha hecho nada más que acentuar y añadir virulencia retórica a un conflicto que se había iniciado mucho antes. Pero entender las razones profundas de ese choque de intereses que está empujando a Estados Unidos a declarar una guerra política y económica contra Alemania requiere remontarse a 1971, cuando Nixon desmanteló el sistema internacional de tipos de cambio fijos creado en la conferencia de Bretton Woods tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Por aquel entonces, USA había dejado ya de ser un país con permanentes superávits comerciales para pasar a incurrir en un deficit crónico, algo que le obligó a devaluar su moneda rompiendo todas las reglas del patrón de cambios oro, que pasaría a mejor vida en el acto. El propósito de aquel sistema de tipos fijos y represión financiera que acababa de ser desmantelado por Nixon era impedir los déficits comerciales persistentes entre países. Así, el objetivo último de todo aquello consistía en evitar que esos déficits estructurales llevaran a la acumulación de deudas impagables entre naciones y, en consecuencia, a un colapso de la demanda internacional, lo que se presuponía la causa subyacente de las crisis económicas. Por cierto, una fijación casi obsesiva, la de los padres de Bretton Woods con los déficits comerciales, que es exactamente la misma que tiene el cerebro económico del equipo de Trump, Peter Navarro. Exactamente la misma.

Pero estábamos en 1971. Aquel final abrupto de Bretton Woods daría lugar a un nuevo orden, el que a su vez se derrumbó sobre sus propios cimientos en septiembre de 2008, caracterizado por la extraña fórmula con que conseguiría lograr que los flujos globales del comercio se mantuvieran en funcionamiento. Su clave era que, al igual que los bancos centrales se habían constituido en un prestamista de última instancia que ofrecía crédito cuando nadie más lo daba, los Estados Unidos de América pasarían a constituirse en un enorme consumidor de última instancia cuya población absorbería todos los excedentes de las mercancías producidas por Europa, China y Japón. Acababa de nacer el célebre minotauro global. Esas importaciones netas de Estados Unidos, por pura lógica contable, tenían que coincidir con las exportaciones netas de sus proveedores, básicamente Alemania, China y Japón. Sin la providencial demanda norteamericana, pues, las economías de esos tres productores excedentarios entrarían en barrena. ¿Y cómo Estados Unidos podía financiar todas esas importaciones sin problema pese a su persistente déficit comercial? Pues por una razón simple: porque los enormes beneficios de sus proveedores alemanes, chinos y japoneses (entre otros) volvían corriendo a América a través de Wall Street. ¿Y qué hacía Wall Street con aquel flujo interminable de dinero alemán, chino y japonés (entre otros)? Básicamente, dos cosas. La primera, prestar una gran parte a los consumidores norteamericanos para que pudieran seguir comprando todos los excedentes de las factorías del resto del mundo industrial. La segunda, prestar otra gran parte al Gobierno de Estados Unidos para que pudiera seguir manteniendo un déficit público sideral sin necesidad de subir los impuestos a sus ciudadanos. Grosso modo, tal que así funcionó el mundo desde agosto de 1971 hasta septiembre de 2008. Y podría haber seguido funcionando igual durante décadas si a Wall Street no se le hubiese ido la mano con las hipotecas basura y el resto de las bombas fétidas patentadas por los genios de las finanzas que acabaron explotando dentro de sus propias tripas.

En cualquier caso, aunque Wall Street no lo hubiera echado todo a perder en 2008 con sus excesos, aquel extraño mecanismo global de reciclaje de excedentes llevaba asociado un coste para Estados Unidos, su principal beneficiario por lo demás. Y es que sus dos enormes déficits financiados con dinero extranjero, el público y el comercial, provocaban que el dólar se revaluase de modo constante en los mercados, lo que se traducía en un castigo permanente para sus empresas exportadoras (esa es la razón, por cierto, de que Bruselas persiga el déficit público de los países miembros de la Eurozona). El corolario de ese estado de cosas no era otro que la constante destrucción de puestos de trabajo industriales dentro de Estados Unidos. Y con eso es con lo que se ha propuesto acabar Trump. El objetivo estratégico número uno de Trump, la premisa mayor que inspirará sus relaciones todas con Europa y, muy en particular, con Alemania, es su propósito irrenunciable de que Estados Unidos logre, por la vías que sea, conseguir que su balanza comercial alcance el equilibrio. Aunque lo importante no es que Trump desee que su balanza con Alemania esté equilibrada. Que lo desee o no, en cualquier caso, es lo de menos. Porque, quiera o no, Estados Unidos ya no puede seguir sosteniendo sus dos déficits crónicos por más tiempo. De ahí que, en el fondo, Trump esté haciendo no lo que quiere hacer, sino lo que puede. De entrada, se ha propuesto acabar con la famosa austeridad alemana, ese ingenioso eufemismo propagandístico que tan eficaz ha resultado para ocultar el afán de Berlín para seguir creciendo a costa de sus principales socios comerciales, Estados Unidos y la Eurozona. Trump, sí, le va a hacer probar su propia medicina a Alemania.

Y le va a aplicar esa terapia por dos vías. La primera será a través de la presión para forzar a Markel, y con ella al resto de la Unión Europea, a incrementar su gasto en armamento made in USA. Una manera como otra cualquiera de forzar el reequilibrio de la balanza comercial entre las dos orillas del Atlántico a favor de Norteamérica. Más sutil y alambicada, la segunda será por medio de la inflación inducida por el Gobierno norteamericano. La gente de Trump, con Navarro a la cabeza, ha diseñado un programa económico que necesariamente provocará un incremento de la inflación hasta niveles que se calculan en torno al 5% durante unos cuantos años. Para una nación endeudada en su propia moneda, Estados Unidos sin ir más lejos, la inflación supone un maná caído del cielo, en la medida en que ofrece una vía disimulada para no pagar las deudas. Repatriar fábricas usando mano de obra local, mucho más cara que la asiática, además de bajar los impuestos al tiempo que se aumenta el gasto público, inevitablemente llevará a la inflación. Pero cuanta más inflación haya en Estados Unidos, más se encogerá su deuda internacional en términos reales. Dicho de otro modo: cuanta más inflación sea capaz de generar Trump, menos van a cobrar los alemanes por sus bonos del tesoro yanqui y sus préstamos a largo plazo a empresas americanas. Esos son, en síntesis, los términos de la batalla que entre bambalinas están librando alemanes y norteamericanos ahora mismo. No obstante, la gran cuestión sigue siendo otra. Y es que si la economía mundial funcionó sin colapsos desde 1971 hasta 2008 solo gracias al déficit comercial norteamericano, lo legítimo es preguntarse si logrará sostenerse en pie cuando ese déficit haya desaparecido por efecto de las políticas de Trump. Lo más razonable es pensar que no. Pero esa es otra historia.

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