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José T. Raga

Las dos velocidades

Desde el primer momento en que empezó a barajarse tal posibilidad, me sentí ofendido como persona de un país que estaría, a buen seguro, en la segunda velocidad.

Algunas veces pienso que el refranero español, tan rico en sus vaticinios, históricamente comprobados, es carente en aplicaciones para la época presente; por ello, la sociedad, en lugar de confiar todo a las redes sociales, convendría que aportase sus experiencias para, previa comprobación de veracidad, ir incorporando nuevos dichos de aplicación a los tiempos modernos.

Es posible, también, que mi conocimiento no sea lo amplio que yo desearía, en cuyo caso no estaríamos hablando de carencias del refranero, sino de quien estas letras escribe, a la vez, pidiendo disculpas por ello.

Para no alargar este pasaje de ignorancias, carencias y disculpas, permítaseme ir al grano de lo que hoy me lleva a las líneas que siguen. Es bien conocido que "no ofende quien quiere sino quien puede", y no hay más verdad, porque el necio, por mucho que se empeñe, nunca podrá ofender, porque, también, "a palabras necias, oídos sordos".

El que hoy echo en falta, y espero que alguien más docto me saque de mi ignorancia, es el que vendría a complementar el primero, que rezaría algo así como: "Cada uno se ofende cuando quiere, no cuando debe". Y se me dirá, con razón, que, naturalmente, somos nosotros los que decidimos cuándo y por qué nos sentimos ofendidos.

Seguramente no estaría de acuerdo con ese principio, porque la ofensa debe estar relacionada con el daño al reconocimiento debido a la dignidad de cada uno, que esa sí que es inalienable y por tanto debe ser respetada por encima de todo. Por ello, nuestra voluntad no puede decidir acerca de la ofensa, cuando esta no mancille la dignidad que como personas humanas, libres e iguales en dignidad, nos corresponde.

Se preguntará el lector, y con razón, a qué viene esto. Hace ya un par de meses, o quizá más, se viene hablando en los foros europeos –Bruselas, a decir del pueblo– de que se impone la necesidad de implantar la Europa de dos velocidades –tampoco sé por qué sólo dos y no más–; pues bien, desde el primer momento en que empezó a barajarse tal posibilidad, me sentí ofendido como persona de un país que estaría, a buen seguro, en la segunda velocidad.

Mi dignidad no me permite aceptar que lo que otro puede conseguir con su esfuerzo no lo pueda lograr yo con el mío. Sin embargo, un buen amigo me dijo, con gran sabiduría, que lo dejara estar, porque las cosas son como son y difícil es cambiarlas. Me callaré, le dije, pero me siento ofendido. Mi amigo tenía razón; ni una sola línea vería la luz reivindicando la dignidad ofendida.

Mi gran sorpresa, sin embargo, es el número que se ha montado en el Parlamento Europeo por una frase de presidente del Eurogrupo, Sr. Dijsselbloem, que, en esencia, no decía más, aunque de otro modo, que hay países que no pueden marchar a la misma velocidad que otros –supongo yo, porque no están dispuestos a los mismos esfuerzos–.

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