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Jesús Gómez Ruiz

Panacea Fiscal

El pasado viernes, el secretario de Hacienda, Enrique Giménez Reyna, aseguraba que "lo peor" que puede hacer el Gobierno ante la subida continuada del precio del petróleo es "responder con una reducción de las cargas fiscales", porque "transmitiría un mensaje equivocado a los productores, en el sentido de que esta situación es tolerable, y a los consumidores, que podrían pensar que aquí no ha pasado nada". El lunes, el vicepresidente segundo y ministro de Economía, Rodrigo Rato, ha dicho que el Ejecutivo no reducirá las cargas fiscales sobre hidrocarburos para "no incentivar el consumo de gasolina", ya que esto último sería "la mayor irresponsabilidad".

Sensu contrario, una acción plenamente responsable sería subir aún más los impuestos sobre carburantes, porque, siguiendo la misma lógica, cuanto más alto sea su precio, más fuerza negociadora tendrá el Estado de cara a los productores para conseguir que éstos bajen los precios, menos se incentivará el consumo de carburantes; y más conscientes serían los ciudadanos de que, como en los setenta, hay que ahorrar energía, porque "aunque usted pueda pagarla, España no puede". Cuando los impuestos eran finalistas (cada tributo se aplicaba a una finalidad concreta) la excusa para imponer gravámenes suplementarios a los carburantes era la construcción de carreteras. Y era razonable. Quien usaba las carreteras debía pagar por ellas. Por desgracia, los impuestos finalistas fueron sustituidos por la caja única, aunque hubo que seguir conservando la apariencia de finalidad, ya que entonces no se justificarían las diferencias en gravamen con otros productos. Además de la excusa de la construcción de carreteras, se apeló al "lujo" o a la "contaminación", como si el dinero recaudado se empleara en limpiar la atmósfera de gases o en pagar el psicoanalista a los envidiosos. Hoy, la excusa es mantener la capacidad negociadora frente a la OPEP. Mañana, Dios dirá.

Mucho se habla de la pérdida relativa de competitividad de Europa respecto de EE. UU. y los países asiáticos. Para paliarla, los expertos recomiendan, con muy buen criterio, reformas estructurales e institucionales, como la flexibilización del mercado laboral, la desregulación administrativa y la eliminación de barreras arancelarias. Pero apenas se menciona el hecho de que el precio de la energía es casi tres veces mayor en Europa que en Estados Unidos, con todo lo que esto implica. Hay que oír, por desgracia, sandeces como que la gasolina puede ponerse mucho más barata en EE. UU. porque allí hay petróleo, ¡como si no hubiera mercados internacionales en los que se establece el precio por barril de petróleo! ¿Dónde se ha visto que las petroleras se "solidaricen" con sus compatriotas ofreciéndoles los carburantes a la tercera parte del precio que obtendrían en los mercados internacionales si no es "a punta de pistola"? ¿Acaso los británicos o los noruegos pagan la gasolina más barata por el hecho de que en su territorio existan yacimientos petrolíferos?.

También habrá que creer, evidentemente, que los altísimos impuestos sobre el tabaco son para que los fumadores no piensen que "aquí no ha pasado nada" (que ya estamos en Europa hombre, y hay que armonizar los impuestos sobre el alcohol y el tabaco), y para exhortarles a cuidar de su salud. Qué casualidad, oiga, que los productos con demanda más intensa e inelástica y que tienen peores sustitutivos, son a los que la sanguijuela estatal se adhiere con mayor fruición: alcohol, tabaco, gasolina, antiguamente la sal, etc. Si la demanda de huevos de gallina fuera muy inelástica, ya verían ustedes como los gobernantes se inventaban un impuesto sobre los huevos, con el fin de exhortar al consumidor para que vele por sus niveles de colesterol y no sea una carga para la Seguridad Social (como si él no la pagase) cuando le dé el infarto. Si hay algo repugnante, es que la expoliación se disfrace de acto moral o filantrópico.

¿Qué se oculta detrás de todas estas patrañas y de la obstinación del gobierno? Fundamentalmente dos cosas: la primera es que los gobiernos europeos no están dispuestos a renunciar a una de sus principales fuentes de ingresos, especialmente el gobierno alemán, siempre quejoso de la fiscalidad española sobre los hidrocarburos, la cual es, aunque pueda parecer lo contrario, la más liviana de Europa (¡cómo será la de los demás!) y actúa, según los germanos, como una subvención -¡ay, qué risa!-encubierta a las empresas españolas, por lo que exigen que el gobierno español se "armonice" fiscalmente con los del resto de Europa. La segunda es que los gobernantes temen que, si a la debilidad del euro y a la escalada del precio del barril, se añade una bajada en el precio de venta al público de los carburantes, el déficit exterior se dispare, lo que supondría una mayor presión en contra del euro y la necesidad inaplazable de subir los tipos de interés para apuntalar la moneda única, medida harto impopular, sobre todo para los votantes que pidieron préstamos a interés variable. Ya se han dado cuenta los políticos europeos -esperemos-de que han ido demasiado lejos con sus frivolidades monetarias, y de que éstas pasan factura. La voz de alarma surgió a raíz de la reacción de los mercados ante la necia declaración del canciller alemán acerca del euro (tan sólo una más, todo hay que decirlo, de la larga serie que comenzó en enero de 1999), pero que parece haber colmado la paciencia de los inversores.

Europa se enfrenta a dos retos muy difíciles: el primero, casi imposible de abordar mientras no cambie el horizonte político, es restaurar la confianza en el euro, para que la Eurozona sea punto de destino, no de partida, de los capitales del mundo. El segundo es hacer de Europa una economía competitiva y flexible, como la norteamericana. Y esto último no se consigue con impuestos altos que desincentiven el consumo de energía. El desarrollo, señores, exige un alto consumo de energía. El mapa de los países más desarrollados coincide con el de los países que más energía consumen... No echemos piedras contra nuestro propio tejado.

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