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Ese hombre admirable, Juan Pablo II, declaró que en el mundo podría haber comida suficiente para todos, pero “si fuese distribuida de forma adecuada”. Mucho debemos a este Papa, por haber inyectado dosis de liberalismo en la intervencionista Iglesia Católica, pero nadie está al margen del error, e incluso Homero dormitaba.

Con tópicos como este se logra lo contrario de lo que se pretende, al fomentar la idea de que el problema del hambre estriba en la distribución y no en la producción. A partir de ahí se agolpan los bienpensantes con sus latiguillos en torno a lo malos que son los ricos, por “concentrar” tanta riqueza, y a la “desigualdad” que supone que Bill Gates tenga una fortuna equivalente a la de media África, como si la riqueza equivaliese al robo, como si África fuera pobre porque Estados Unidos no lo es y, especialmente, como si todo pudiese resolverse fácilmente cediendo aún más poder y recursos y libertades a los políticos.

Lo interesante del caso es que en ese mismo mensaje, enviado a la FAO, burocracia inútil contra la que nadie se manifiesta, afirmó también el Papa que entre las causas del hambre figuran en primer lugar “las guerras y los conflictos internos”. Pues sí señor, la falta de paz, de justicia y de libertad son las causas del hambre, y esto no tiene nada que ver con ninguna distribución de alimentos. Como bien ha dicho el premio Nobel Amartya Sen, disparatadamente caracterizado por los pseudoprogresistas como si fuera una especie de marxista, hay hambre en los países donde no hay libertad.

La incoherencia de Juan Pablo II es tradicional en la Doctrina Social de la Iglesia, que se las ha ingeniado durante un siglo para afirmar a la vez una cosa y la contraria. No es, desde luego, culpa especial ni exclusiva de la Iglesia, porque tal contradicción ha sido y es la regla del verdadero pensamiento único, la doctrina predominante de nuestro tiempo, el socialismo (de todos los partidos, que diría Hayek).

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