Dijo Montxo Armendáriz: “hay una censura de mercado que es realmente terrible, que hace que muchísimas películas, directores y proyectos que merecerían la pena sencillamente no se hagan”. Aclaremos de antemano que, como suele ocurrir, la culposa ideología intervencionista predominante hace que se quejen del mercado quienes de él disfrutan; en efecto, el cineasta español efectuó dicha declaración en Nueva York, donde el Lincoln Center le dedica una retrospectiva entre el 7 y el 27 de diciembre, durante la cual se proyectarán todas sus películas. O sea que de censura, nada. Proclama que hay que hacer un cine que vea “la vida distinta a como la ve el mundo de Hollywood”, pero no parece que a él le obligara el imperialismo yanqui a filmar conforme a normas estadounidenses. Dejemos, empero, esta actitud acomplejada de quienes –acaso por creer que la riqueza y el éxito causan la pobreza y el fracaso– triunfan pero van por ahí diciendo que todo es un horror, y veamos esa gansada de la censura del mercado, porque se las trae.
Este es un mundo de recursos escasos y ningún milagro lo va a evitar. Es verdad que hay cantantes que brillan en la Scala de Milán y otros que languidecen en los pasillos del metro, pero la única forma de inferir que ello es producto de la “censura” del mercado es incurrir en la falacia del Nirvana, es decir, comparar la realidad no con una alternativa factible sino con un paraíso donde todos los cantantes pudieran acceder a la Scala. Descartada esa ficción del mundo con océanos de limonada, como ironizaba Mises, estamos en el mundo real donde, si se deja a la gente elegir, pagarán fortunas para escuchar a Plácido Domingo, mientras que a los músicos del metro les dejarán caer distraídamente una moneda.
Es, así, la gente libremente la que decide qué proyectos y artistas “merecen la pena” y cuáles no. ¿Es esto duro? Para los del metro, probablemente. Ahí estamos todos de acuerdo. ¿Es esto justo? Si no ha habido violencia ni fraude, si la gente ha elegido sin coacción ni engaño, el resultado es inapelable porque las reglas de juego son justas: a nadie se le prohíbe cantar y todos los cantantes cantan, aunque no en el mismo lugar y con igual retribución en términos de fama y dinero. Montxo Armendáriz diría: no, hay censura porque no se han concretado proyectos que “merecerían la pena”.
Ahora la cuestión es: si no volvemos al Nirvana, es decir, en un mundo real de escasez, ¿quién decide qué proyectos merecen la pena si no es la gente con sus decisiones libres de pagar mucho a Plácido Domingo y poco a los músicos del metro? ¿Qué alternativa ofrece Armendáriz a la “terrible censura de mercado”?
Como rechaza el mercado, seguramente nuestro cineasta preferirá lo que sucede cada vez más en el mundo de la cultura, a saber, los subsidios, mediante los cuales se producen obras de todo tipo que la gente no quiere pagar, pero que se ve forzada a hacerlo mediante los impuestos, que privilegian a los amigos ineficientes del poder político. ¿Complacerá esto a nuestro artista?
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