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Diana Molineaux

Caza de brujas

Los abogados norteamericanos han amasado fortunas mimando las conciencias de gente en busca de culpables de sus propios errores. La anciana que se quemó cuando derramó un vaso de café caliente, demandó a la cafetería por la temperatura del café; los enfermos de cáncer de pulmón echan la culpa a las tabacaleras y hasta los ladrones pueden demandar a sus víctimas si resultan heridos al intentar robarles.

Para un público acostumbrado a abdicar de sus responsabilidades e incluso sacar partido de sus errores, la debacle de Wall Street ha de tener un culpable que no sea la mala suerte, los inexorables ciclos económicos o bursátiles ni, muchísimo menos, la avaricia, imprudencia o ignorancia de los inversores. El blanco preferido son los directivos de las empresas, contra quienes la envidia por sus enormes ingresos hace más fácil agitar a las masas para que pidan duros castigos y mayor control, aunque pocos expertos creen que los controles sirvan para nada más que para encarecer los costos operativos.

Las voces moderadas, como la del presidente del Banco Central Alan Greenspan o el economista Samuelson, así lo advierten, pero la gente sigue arremetiendo contra la “avaricia” de las empresas, sin tener en cuenta que son sus propios ahorros los que están en esas empresas y que los productos de esta avaricia son los dividendos o de cotizaciones en alza. Es cierto que algunos directivos actuaron de forma fraudulenta, pero la mayoría de las bajas en el precio de las acciones se deben al retorno a la normalidad en el sector informático que, después de la euforia inicial, está pasando por los mismos ajustes que en su día tuvieron los ferrocarriles, los automóviles o la aeronáutica.

Es el momento ideal para que senadores y congresistas se rasguen las vestiduras y se pronuncien a favor de “reformas” que no ayudarán a la economía pero satisfarán las ansias inagotables de la envidia popular.

En Libre Mercado

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