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Andrés Freire

¿Protección oficial?

Confío en no ser el único que se siente irritado cada vez que alguna autoridad saluda la construcción de pisos de protección oficial. “El alto precio de la vivienda”, nos explican “obliga a que la administración se involucre y ayude a los que más lo necesitan”. El mecanismo de ayuda es, obviamente, el de sacar el dinero a unos para dárselo a otros a través de la burocracia y el clientelismo del gobierno.

Es el modo en que avanza el Estado. Crea un problema por medio de sus regulaciones, y para resolverlo impone nuevas regulaciones. En el caso de la construcción, es evidente la mano de las distintas administraciones. Cargan de permisos, dilaciones y burocracia cualquier proyecto (¿acaso eso no afecta al precio?) y sobre todo, restringen sobremanera el espacio donde se puede construir. Por ello, a falta de oferta, los precios de los pisos escalan las nubes. En un año como el pasado, de alta demanda, el alza alcanzó un un infame ¡11,4%! .

Este control total sobre la construcción por parte del estado suele justificarse con el recuerdo dejado en España por el desarrollismo y sus caóticos conglomerados de casas de baja calidad. Pero esas construcciones –permítanme defenderlas– cumplieron con su cometido: acomodar a un precio razonable a los millones de españoles que súbitamente abandonaron sus pueblos para irse a las ciudades. Con las leyes de hoy, la mayor parte de esa gente hubiera acabado en chabolas de la periferia urbana.

En este contexto, basta un golpe de pluma del alcalde y ya tenemos beneficios que sobrepasan los de una dura vida de trabajo ¿Y quién paga esos pelotazos? El del Real Madrid y el de la RENFE, el del ayuntamiento que chantajea a la constructora para que construya un colegio o abra un parque. No lo paga el constructor, que trabaja siempre a beneficio, sino el cliente final. En forma de pasivo, si es una empresa. O en forma de magna hipoteca, si es una joven pareja que inicia su vida en común. Con ello quiero decir que los pelotazos, lejos de ser inocuos, socavan el futuro de aquellos de quien depende la salud del estado. Obligan, por ejemplo, a postergar matrimonios e hijos.

No se nos ocultan las dificultades de una reforma de las leyes urbanísticas. Algunas trabas al cambio son confesables: Los ayuntamientos dependen de ellas para su financiación y quienes tienen propiedades no pueden ver con agrado una reforma que reduce su valor. Otras lo son menos: Los partidos políticos, máquinas caras, también aprovechan esas leyes para financiarse. Y la corrupción individual es tan extensa que hay mucha mano negra que gusta del status quo.

Era entendible que el débil gobierno Aznar de la primera legislatura no se atreviera a afrontar un problema tan complejo. Pero hoy tenemos un gobierno fuerte, y un resuelto ministro en Paco Cascos. Si no se aprovecha esta ocasión para hacer la reforma, tendremos que abandonar toda esperanza, y cultivar una sincera amistad con el concejal de urbanismo.

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