Dicen los historiadores que la piratería empieza a desaparecer a raíz de la Paz de Utrech, en 1713, cuando las potencias marítimas de entonces, Inglaterra, España, Francia y Holanda principalmente, deciden amparar la libertad de comercio. Los corsarios no tienen más remedio que reciclarse en contrabandistas, negreros o filibusteros, actuando éstos últimos hasta el siglo XIX sobre todos en los mares del Caribe. Otra línea de continuidad, y ésta sí que llega hasta nuestros días, es el llamado tráfico de navegación libre, el tramp, que significa vagabundo. Supone tres cuartas partes del transporte marítimo mundial, traslada cerca del 65% del comercio mundial y, por supuesto, todo el petróleo crudo y sus derivados. En el tramp se mueven un entramado de empresas opacas domiciliadas en paraísos fiscales que fletan barcos que navegan bajo bandera de conveniencia, dándose además la circunstancia de que las grandes compañías petroleras han ido subcontratando el transporte con navieras o con empresas dedicadas al flete de barcos que actúan también en este vidrioso mundo. Exxon, por ejemplo, tenía 137 petroleros de su propiedad hace veinte años y hoy dispone de quince. El Prestige y la empresa fletadora del barco, Crown Resources, propiedad de los magnates mafiosos Mijail Fridman y Mark Rich, es un buen ejemplo de este oscuro sector económico.
Y si escasamente rige la ley, y menos aún el derecho, en esta actividad, algo parecido sucede en el espacio donde se desarrolla, el mar. Es curioso que cubriendo las aguas marinas el 70% de la superficie terrestre, siendo la pesca una de las primeras y principales fuentes de alimentación, encerrando los océanos ingentes recursos y yacimientos aún por descubrir como son los llamados nódulos de manganeso, y constituyendo una vía de comunicación que, si bien ha perdido importancia para las personas por el desarrollo del transporte aéreo, se mueve por ella el 90% del comercio mundial de mercancías, esté regido por una norma de 320 artículos.
Se trata de la Convención de las Naciones Unidas para el Derecho del Mar, que ha entrado en vigor en fecha tan reciente como 1994 y que en principio pretende regular la soberanía de los Estados, la navegación, la explotación de recursos, la pesca y el tráfico marítimo, pero que en realidad solamente establece las doce millas como límite del mar territorial, las doscientas millas marinas como zona económica exclusiva, los derechos soberanos sobre las plataformas continentales y poco más ya que el resto son buenas intenciones sobre temas como la conservación de recursos y resolución de conflictos por medios pacíficos. Así pues, existe una laguna institucional sobre la mayor parte del espacio marino que se concreta en una fantasmagórica Autoridad de los Fondos Marinos dependiente de la ONU que asignaría derechos de explotación de recursos, en un desbarajuste total sobre el tráfico y en un cierto control de los respectivos Estados sobre las doscientas millas para regular la pesca y los yacimientos de petróleo y gas.
Al margen de que la explotación de los yacimientos de cobre, cobalto, níquel y manganeso, los llamados nódulos, se encuentra frenada sobre todo porque las leyes antritrust impiden la constitución de consorcios financieros, dadas las dimensiones de la inversión, sí existe experiencia sobre la utilización del espacio marino en sus otras dos facetas. Como vía de comunicación el caos es casi total, siendo el tramp y las repetidas catástrofes como la del Prestige las pruebas más evidentes de ello. En cuanto a la pesca, es patente el dramático agotamiento de los principales caladeros, algo que no puede extrañar al comprobar que de 1950 a 1975 las capturas han pasado de 16 a 69 millones de toneladas.
La razón de este desastre es tal vez el tratamiento institucional que tanto organismos internacionales como Estados confieren al mar y que no es otro que el de bien público, al margen de que su titularidad sea también pública. La teoría económica define a este tipo de bienes por dos características básicas, que no existe rivalidad en su uso o consumo y que no se puede excluir a nuevos consumidores, es decir, se considera que su oferta no varía y es independiente de la demanda. Según esta concepción, los bienes públicos no pueden ser ofrecidos por la iniciativa privada porque lo haría en una cantidad menor a lo socialmente necesario. Mientras que puede ser acertado calificar como bien público la defensa nacional, por ejemplo, tratar el mar de esta manera tiene consecuencias trágicas.
Efectivamente, es la "tragedia de los comunes" como la definió Garrett Hardin en su famoso articulo publicado en 1968. Hardin describía una aldea en la que sus habitantes eran propietarios privados de ganado que llevaban a pastar a dehesas comunales, igual que sucede cuando los barcos de pesca y los buques de carga comparten el espacio común y público del mar. La tragedia sucede cuando el ganado, los barcos y los buques se ven obligados a explotar los pastos, los caladeros y las rutas marítimas con más rapidez de lo que aconseja el cálculo económico en un régimen de propiedad privada, dado que no existen barreras a la entrada de nuevos “consumidores”, ni de pastos ni del mar. La tragedia del Prestige es tal vez parte de esta tragedia común.

La tragedia del Prestige... y de los comunes

En Libre Mercado
0
comentarios
Servicios
- Radarbot
- Libro
- Curso
- Escultura