Mientras Eduardo Zaplana trata de vender públicamente como una victoria del diálogo social, del centrismo aplicado y de la imaginación sustentada en el déficit el nuevo PER, que supone una claudicación en toda regla del Gobierno ante los sindicatos, según éstos mismos proclaman con alborozo y recordarán con una romería por toda España, Esperanza Aguirre anuncia un gran plan para relanzar el comercio minorista, que, por lo visto, es la fuerza motriz de la pujante economía y la columna vertebral del electorado centrista en la Comunidad de Madrid. Si los dos ministros presuntamente más liberales del Gobierno encomiendan su futuro político a la benevolencia de sus enemigos naturales (sindicalismo subvencionado y proteccionismo comercial) no es de
extrañar que el macroliberal Rodrigo Rato pretenda fundar el suyo en la concesión del monopolio de la televisión de pago por una década a Jesús de Polanco, disputándole así a Ruiz Gallardón el puesto de derechista más sumiso al padrino de la izquierda millonaria. Sin embargo, en materia de arrendamientos ideológicos también la experiencia es un grado, así que los Aznar han preferido confiar el lanzamiento político de Ana Botella a Gallardón. Es el estilo genuinamente conservador —también llamado
centrista— que se impone en esta auténtica desbandada liberal de las postrimerías aznaristas. Cierto que en Hacienda mantiene Montoro la doctrina del déficit cero y los equilibrios básicos; la duda es si se trata de mantener algo del programa liberal de 1993 o simplemente de financiar la nueva rendición de la derecha española ante sus propios complejos, cobardías y miserias. Más bien parece lo último, dignificado por lo primero.
En su histórica cuanto nefasta capitulación ideológica, Cánovas trató al menos de justificar por qué se hacía proteccionista. Naturalmente, no dio la razón primera y última: para conservar el poder. Tampoco Zaplana, ni Esperanza Aguirre, ni Rato, ni los Aznar van a explicar por qué se han hecho centristas (dirán que lo han sido siempre), pero no es improbable que sostengan en privado que es la forma de conservar algo del programa liberal mientras en público reniegan de lo que antaño defendían como deseable, aunque luego se limitaran a lo cómodo dentro de lo posible. Este doble discurso a la hora del café y a la hora del mitin tampoco es novedad en la política española: era el de Solchaga y Solbes en los últimos años del felipismo, cuando se fraguó en España un equilibrio (más bien desequilibrio) de fuerzas ideológicas, políticas y sociales de estructura piramidal y cuya cúspide ostenta y define Jesús de Polanco, único poder fáctico indiscutido e indiscutible. Sólo Aznar era y se consideraba capaz de alterarlo. A la vista está el resultado: Aznar se va y Polanco se queda. Y se queda, además, a modo de voluntario rehén, con el PP sedicentemente liberal, a la postre más conservador que el democristiano Mayor Oreja, único que todavía defiende, al menos, la idea de España, que junto al liberalismo económico era y es lo esencial del proyecto del PP.
Basta ver cómo trata la SER a Rato y a Mayor para constatar, sin embargo, cuál es la apuesta de Polanco y cómo va a ayudar a Rato: machacando a Mayor, mientras Aznar calla. No es casualidad que el dirigente vasco se haya quedado sólo defendiendo a Jiménez de Parga de los nacionalistas mientras los Aznar —ella y él, rajoyescos— se negaban decir una palabra en su favor y mientras Rato y Piqué lo atacaban por defender la raíz nacional e histórica del orden constitucional. Un episodio cualquier cosa menos anecdótico. Al contrario: es un índice de la desbandada liberal en lo que se refiere a la idea de España. ¿Y cómo va a ser el mercado más defendible que la nación? Ambos son manifestaciones del principio de ciudadanía, de la libertad individual y de la legalidad que los alberga y defiende. No cabe uno sin el otro. Y ambos se están hundiendo juntos.
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