La acertada política económica del PP en sus años de gobierno ha permitido crear cuatro millones de puestos de trabajo. Es decir, cuatro millones de nuevos afiliados a la Seguridad Social –gran parte de ellos trabajadores inmigrantes– que han contribuido con sus cotizaciones a alejar por un tiempo el inevitable final de toda estructura financiera inspirada en esquemas piramidales; como es el caso de nuestro sistema público de pensiones, basado en el reparto de las cotizaciones de los trabajadores activos entre quienes han llegado a la edad de jubilación.
Ese final no es otro que la quiebra o la disminución gradual de las prestaciones del sistema. Como de hecho ya ha ocurrido con la sanidad pública y con la totalidad del gasto en medicamentos, financiados hoy no con las cotizaciones sociales –que, en un principio, bastaban para cubrir esas prestaciones– sino directamente con cargo al Presupuesto. De igual modo que una gestora de planes de pensiones no podría sobrevivir durante mucho tiempo si, en lugar de poseer un capital propio e invertir los capitales que se le confían para poder hacer frente a sus compromisos, optara por repartir en concepto de prestaciones todas las cuotas que recibe de sus clientes en activo, el sistema público de pensiones tampoco podría sostenerse a medio plazo si no fuera porque, además de que la ley obliga a cotizar, no existiera un flujo constante y creciente de trabajadores activos –como ha ocurrido en los últimos años– y, en última instancia, el recurso al Presupuesto.
El proyecto del Gobierno, anunciado por el ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana, de extender a toda la vida laboral el cálculo de las pensiones, es, sin duda, una propuesta justa y prudente, en la medida en que hace depender la pensión de lo que el trabajador haya aportado al sistema en el transcurso de su vida laboral; lo que supone una reminiscencia del principio de capitalización y un claro reconocimiento de que un sistema de reparto no puede mantener a largo plazo el nivel de prestaciones inicial sin estar abocado a la quiebra. Asimismo, el proyecto de Ley del Fondo de Reserva de la Seguridad Social cumple la doble función de paliar en parte el mercadeo demagógico en torno a las pensiones –otra de las miserias del sistema público de reparto– y de reconocer implícitamente que, a medio plazo, la estabilidad de un sistema de pensiones depende de la existencia de un fondo de maniobra o capital fijo; algo que la ley, por cierto, exige –como no podía ser de otra manera– a las compañías de seguros y a las gestoras de planes de pensiones.
Pero, con todo, estas medidas no pasan de ser meros parches si se comparan con el rigor de los sistemas de pensiones basados en la capitalización –que con gran éxito se han ensayado en Chile–, cuyas prestaciones no dependen de favores políticos, del número de nuevos cotizantes o de la coyuntura económica sino de las sumas que el trabajador haya aportado en su vida laboral, de las cuales –así como de sus réditos– él y sus herederos son dueños absolutos e indiscutibles.
Siendo la Seguridad Social una de las vacas sagradas e intocables del estado del bienestar, es comprensible que ningún gobierno –sobre todo los de la izquierda– quiera asumir el coste político de poner abruptamente en cuestión el sistema público de pensiones –de ahí el Pacto de Toledo. Pero la solución del problema –que pasa por el abandono del sistema de reparto para adoptar el de capitalización– no puede aplazarse indefinidamente, y la demostración vendrá, indefectiblemente, cuando empeore la coyuntura económica y disminuya el número de empleados. En el PP –el único partido del que cabría esperar una futura reforma del sistema público de pensiones– no quieren siquiera oír hablar de ello. Prefieren hoy por hoy, como la cigarra, cantar las delicias de la abundancia en cuñas publicitarias. Ya veremos qué pasará cuando las generaciones en edad laboral vayan llegando al invierno de la existencia.
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