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Andrés Freire

Nuclearias, no

Del antiguo debate nuclear de principios de los 80, sólo una escena guarda mi memoria. TVE había salido a la calle a preguntar al llano pueblo su opinión. Un anciano les respondió rotundo: “Yo estoy en contra de las nuclearias”. En buena medida, aquella frase resumía la esencia de la moratoria nuclear: el triunfo de la ignorancia y la demagogia sobre una clase dirigente claudicante que lo aceptó. Los progres y los ecologistas se apuntaron un tanto. En esto, las siempre tan avanzadas Francia y Suecia, no les servían de ejemplo. Las eléctricas quedaron satisfechas con las fortísimas indemnizaciones recibidas, los políticos con los votos no perdidos. Sólo economistas como Velarde Fuertes se echan las manos a la cabeza pensado en la barbaridad que hemos hecho.

Desde entonces sufrimos esta suerte de luddismo a gran escala que representa el rechazo a la energía atómica. Seguimos aferrados al petróleo y a las importaciones de fuentes de energía fósiles desde las más conflictivas zonas del planeta. Para producir energía eléctrica, hemos de quemar carbón e importar gas de Argelia. Muy ecológico, sin duda.

La industria nuclear española, lo que queda de ella, no ha hecho nada para modificar las actitudes de la opinión pública. Su máxima principal es que “la ausencia de noticias son buenas noticias”. Observen por ejemplo a la empresa ENRESA (Empresa Nacional de Residuos Radioactivos), que se encarga del tratamiento de los residuos radiactivos. Es una empresa económicamente poderosísima, que se esfuerza, sin embargo, en permanecer desconocida. Algún día tendrá que salir del armario. Los residuos de baja y media intensidad (guantes de radiólogos, por ejemplo) son guardados en El Cabril, Córdoba. Pero los de alta intensidad, restos del procesamiento del uranio, siguen en las piscinas de las centrales nucleares. El espacio se les está acabando y nadie se atreve si quiera a discutir qué se hará con ellos.

El ecologismo, por su parte, sigue participando en el debate, diciendo a todo, no. Los proyectos de generación de energía mediante molinos de viento, adorados por ellos cuando eran entelequias, encuentran ahora su fuerte oposición: matan pájaros, estropean el paisaje. La energía solar cuenta con su apoyo, quizás porque no es rentable. Los proyectos para conseguir energía quemando las basuras despiertan en ellos escalofríos. Y por supuesto, son declarados enemigos de los tradiciones embalses, tan intrusivos con la naturaleza, tan siglo XIX.

Los apagones de Norteamérica –que, por alguna extraña razón, son más noticiosos en España que los de Mallorca– vuelven a poner sobre el tapete la necesidad de asegurar la solidez de nuestro suministro eléctrico. Los que saben del tema nos aseguran que no estamos libres del peligro de un gran apagón. Desde hace años, los nuevos proyectos de generación eléctrica han sido paralizados. Han sufrido lo que los sociólogos llaman el síndrome NIMBY, acrónimo de Not In My Back Yard. Es decir, todo el mundo reconoce su necesidad, pero no en mi patio trasero. Entretanto, como manirrotos que se dirigen hacia la ruina, nos decimos “ya me preocuparé mañana”.


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