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Fernando Serra

La brecha de la temporalidad laboral

Además de la vivienda, y por supuesto la guerra, la llamada precariedad laboral está siendo uno de los temas estrella de la oposición socialista. Rodríguez Zapatero ha anunciado que si llega a la Moncloa revisará a fondo la política laboral para luchar contra la contratación temporal. No tendrá seguramente esta oportunidad, pero de tenerla, lo primero que debería hacer es renegar de la política que en este terreno ha realizado su propio partido cuando estuvo en el poder. Efectivamente, en 1982 solamente el 10 por ciento de la población empleada tenía contratos temporales y esta tasa se disparó hasta más del 35 por ciento en 1995, poco antes de que el PSOE abandonara el gobierno. Es cierto que hasta 1987, cuando comienza a realizarse la EPA con la metodología actual, la tasa de temporalidad hay que deducirla de la poco fiable Encuesta de Condiciones de Vida y Trabajo (ECVT), pero las estimaciones calculan que en 1984 todavía había una temporalidad reducida, de algo más del 11 por ciento, llegando a crecer hasta el 15,6 por ciento en 1987, ya según la EPA, y alcanzando un espectacular 30 por ciento en 1990.

El gran avance del empleo temporal se produce por tanto a raíz de 1984, coincidiendo con la reforma laboral aprobada ese año que tiene, como principal novedad, la creación de modalidades de contratación temporal que pueden ser utilizadas de forma muy flexible por parte de las empresas y que conllevan costes relativos muy bajos por eventuales despidos. Así, el contrato estrella de esta reforma, el de fomento del empleo, da derecho a una indemnización de 12 días de salario por año trabajado, pero existen otros muchos, como el de prácticas y el de formación, también creados en 1984, junto a otros ya vigentes, que no prevén indemnización alguna en casos de ajustes de plantilla. Sin embargo, el contrato fijo más extendido entonces sigue suponiendo un coste por despido muy elevado al corresponder a 45 días de salario por cada año de antigüedad.

Esta profunda brecha entre unos costes de despido tan elevados, los de los contratos indefinidos, y otros bajos o inexistentes, los temporales, es lo que hace que la oferta de trabajo se desplace rápidamente de la primera modalidad de contratación a la segunda, sin que una demanda debilitada al operar en un contexto de alto desempleo tenga capacidad de frenar esta tendencia. Y lo sorprendente es que este intenso incremento de la precariedad laboral se produzca en la segunda mitad de los ochenta, cuando aumentos del PIB cercanos o incluso superiores al 5 por ciento hace suponer que las incertidumbres son menores. Sin embargo, el empleo que durante esos años se cree es casi todo temporal ya que los empresarios valoran la gran diferencia de costes ante eventuales despidos.

Aunque ahora prometen reducir la tasa de temporalidad, lo cierto es que continuó creciendo durante toda la etapa socialista y sólo empezó a decaer cuando la brecha entre los costes de despido de temporales y fijos vuelve a reducirse. Esto sucede en 1996 como consecuencia de los tímidos cambios realizados dos años antes, pero sobre todo a raíz de la reforma laboral de 1997 que crea el nuevo contrato indefinido de fomento del empleo que da derecho a 33 días de salario, y un máximo de 24 mensualidad, en lugar de los 45 días y 42 mensualidades. Además, el gobierno popular da cobertura de desempleo, con 8 días de indemnización, a los contratos temporales que antes estaban totalmente desprotegidos. La experiencia demuestra que sólo acercando los costes de los contratos fijos y de los temporales se puede reducir la tasa de temporalidad, teniendo además presente que el empleo precario acarrea costes añadidos de contratación y formación que suelen ser más altos que en los indefinidos.

Ante la iniciativa política que supone enfrentarse a este dilema, cabe preguntarse cómo lo hará Zapatero: ¿castigando la contratación temporal e incrementando el paro, o abaratando el despido de los fijos y enfrentándose entonces a los sindicatos?


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