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Fernando Díaz Villanueva

Trabajadores invitados

De los 82 millones de habitantes con los que cuenta la República Federal de Alemania, más de 7 millones son extranjeros. Alemania es, aunque a alguno de sus dirigentes no le guste un pelo, un país de inmigración. El flujo masivo que construyó la Alemania que hoy conocemos se interrumpió hace más de 30 años coincidiendo con la recesión de los setenta. En aquel entonces las generosas remesas de emigrantes procedentes de Italia, España o Turquía que cada año pasaban a engrosar la nómina de los gastarbeiter, (trabajadores invitados) dejaron de ser necesarias para el funcionamiento de la locomotora alemana. Tres décadas después el debate ha vuelto a abrirse.
 
¿Necesita Alemania inmigrantes? ¿Puede una economía con casi un 11% de desempleo acoger un nuevo aporte de capital humano? El gabinete rojiverde del canciller Gerhard Schröder viene dándole vueltas a este asunto desde hace un lustro. La conclusión a la que han llegado los analistas es que Alemania lo que necesita es inmigración cualificada, es decir, personal técnico bien preparado para cubrir las vacantes de la industria electrónica y de alta tecnología. Tras arduas negociaciones con Los Verdes y con la oposición democristiana, Schröder consiguió la pasada semana llegar a un acuerdo definitivo.
 
La nueva ley, que verá la luz después del verano, supone un giro de 180º en la tradicional política inmigratoria alemana y va a permitir a miles de extra comunitarios solicitar la entrada en Alemania para trabajar. Los conservadores del CDU temen, no faltos de cierta razón, que con la apertura se cuelen en el país radicales islámicos que se sumen a la ya nutrida lista de musulmanes bajo vigilancia policial. No en vano uno de los centros neurálgicos del islamismo europeo son las ciudades alemanas. La ley prevé un seguimiento de las solicitudes para evitar que, entre una mayoría de honrados ciudadanos pakistaníes, indios o sirios, pasen los temidos fundamentalistas.
 
Las previsiones del gobierno son que unas 200.000 personas de todo el mundo pedirán la entrada en Alemania a partir de la puesta en marcha de la ley. Sin embargo, bajo el sistema de Carta Verde inaugurado en el año 2000 y destinado a captar profesionales cualificados tan sólo han entrado 16.500 personas. Una minucia insignificante que ha hecho que algunos especialistas se replanteen el asunto de la inmigración.
 
En declaraciones a la revista Time Holger Schläfer, economista del Instituto de Economía Alemana de Colonia, afirmaba que la “ley por si sola es incapaz de crear un entorno lo suficientemente agradable como para atraer a los potenciales candidatos”. Schläfer no anda errado en su apreciación. De poco vale un texto legal si no va acompañado de prosperidad económica e incentivos adecuados al trabajo productivo. La economía alemana, desgraciadamente, no es un modelo de “entorno agradable”. Los futuros emigrantes que se acojan a la ley de inmigración soportarán una carga fiscal excesiva, regulaciones por doquier y una legislación medioambiental que roza con el absurdo.
 
El gobierno en definitiva no puede atraer mano de obra por arte de birlibirloque. Es la robustez de una economía y las oportunidades que presenta lo que actúa como un imán sobre los potenciales inmigrantes, cualificados o no. Si a California cada año llegan cientos de cerebros en busca de una oportunidad no es porque el gobierno federal les haya puesto un cebo sino porque, de manera individual, cada emigrante ha considerado que en ese lugar puede conseguir lo que se ha propuesto.
 
Si Schröder quiere atraer emigrantes ambiciosos, con espíritu de superación y formación técnica debe empezar flexibilizando el entramado legal y facilitando las posibilidades de crear riqueza. Tendrá, en resumen, que dar juego al libre mercado y dejar a un lado esas leyes cargadas de buenas intenciones y efectos negativos imprevisibles.

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