El corte de la interconexión eléctrica entre España y Francia el pasado mes de junio fue el penúltimo capítulo del desbarajuste eléctrico que desde hace dos años padecen nuestros vecinos del norte. El último y más poderoso monopolio de la electricidad del viejo continente se niega a que su dueño, el estado francés, ponga en marcha el proceso que devuelva EDF a la sociedad civil. El plan del Gobierno es cambiar el estatuto de la empresa, de Ente Público a Sociedad Anónima y dejar franco el acceso a nuevos inversores, por ejemplo, en el parqué parisino.
La decisión de, al menos en parte, privatizar la gigantesca EDF, Electricité de France, proviene de la directriz europea de liberalización de la energía que, a fecha de hoy, se ha aplicado en la práctica totalidad de la Unión a excepción de Francia. El apego que los gobiernos franceses, ya sean de derecha o izquierda, tienen por el sector público no es un secreto para nadie, y es por ello que desde París se ha retrasado todo lo posible la liberalización del mercado eléctrico para evitar los previsibles males mayores con los sindicatos del sector.
EDF tiene unos 112.000 empleados, es decir, el equivalente a la población de Lérida. La española Endesa cuenta en comparación y a nivel mundial con tan sólo 24.000 empleados. Tal cantidad de asalariados disfruta además de unos privilegios sociales que no están, ni mucho menos, al alcance del resto de sus compatriotas. Contratos fijos cuasi funcionariales, jornada de 35 horas y, sobre todo, un plan de pensiones propio al margen del sistema estatal que garantiza la jubilación al resto de franceses. Los afortunados empleados de EDF trabajan menos horas, contribuyen en menor medida al sistema de pensiones y se jubilan antes, mucho antes que sus vecinos, en torno a los 57 años de promedio. El plan de pensiones de EDF, tan generoso para sus participantes como desastroso para las arcas del estado, arrastra un déficit de más de dos billones de euros anuales, y creciendo. Para defender lo que los trabajadores consideran suyo (y de nadie más) no sólo se han echado a la calle con una pancarta. En las últimas semanas piquetes sindicales han llevado a cabo acciones más propias de una cuadrilla de saboteadores que de unos trabajadores preocupados por su empleo. Aparte de la faena que nos han hecho cercenando la línea transpirenaica, los sindicatos han provocado cortes de luz selectivos en los domicilios de ciertos políticos y empresarios, han paralizado el sistema de cercanías de París o –y esto ya bordea los límites del absurdo- han devuelto el suministro a clientes morosos. Todo sea por mantener la dignidad del empleo que diría algún microcéfalo del comité de empresa.
Los planes del ejecutivo Raffarin de privatizar la empresa chocan con los deseos y los privilegios de su nutrida nómina de empleados. Porque, ¿qué empresa en su sano juicio va a invertir en tan ruinosa y conflictiva compañía? Desde El Eliseo se vende como un gran negocio, no en vano EDF es la principal generadora de energía nuclear del mundo, dispone de un mercado casi cautivo de 60 millones de consumidores y cuenta con el apoyo explícito de un gobierno que pretende conservar una participación en la sociedad.
Los números sin embargo no son tan atractivos como los pintan desde los despachos gubernamentales. Observando de cerca sus finanzas la deuda neta de la compañía es de 24 billones de euros, mientras que los activos de sus accionistas apenas llegan a los 19 billones. EDF es por lo tanto una empresa técnicamente en quiebra. Al ser de titularidad pública las leyes la protegen de esta eventualidad, es decir, que no puede presentar la bancarrota. Una vez en el mercado, en manos privadas, un balance semejante no podría aguantarse más allá de un ejercicio sin hacer profundas reformas. Esto es lo que temen los sindicatos. Quizá EDF no necesite 112.000 personas para seguir funcionando, quizá 35 horas son pocas, quizá muchos de los privilegios de los que disfrutan sus empleados son eso mismo, privilegios que en el mercado abierto no se pueden mantener.
Desde el pasado 1 de julio EDF, una vez más por presión europea, ha dejado de ser un monopolio oficial en Francia. Pero tan sólo para los grandes consumidores de electricidad. Los franceses de a pie, el consumo doméstico, seguirán enchufados a la empresa pública durante al menos tres años más. Entonces el mercado francés de electricidad tendrá que abrirse en su totalidad y el monstruito estatal habrá de competir en justa lid con el resto de eléctricas europeas. Quedan tres años y lo mejor – o lo peor - está aun por escribirse.