La edición española de National Geographic llevaba en portada el pasado mes de junio un extenso reportaje titulado “El fin del petróleo barato” con el fin, supongo, de atemorizar a los muchos lectores que esta excelente publicación tiene en España. La factura del reportaje es, desde el punto de vista estético, impecable y desde aquí felicito a sus autores, sin embargo, a pesar de sus notables fotografías y cuidados gráficos, prácticamente todo lo que dice es mentira, es media verdad o es, simplemente, verdad manipulada.
La tesis principal del trabajo, firmado por Tim Appenzeller, un curtido divulgador científico, es que los Estados Unidos, y por extensión todo occidente, consume mucho petróleo, y cada vez queda menos. Lo primero es cierto aunque no es, como presume Appenzeller, malo en absoluto. Una sociedad que consume es una sociedad próspera, una sociedad que vive con lo puesto es una sociedad mísera. Lo segundo es una trola monumental y además, tan manida que desconozco como pueden seguir esgrimiéndola una y otra vez de manera infatigable.
Según los científicos y asimilados tipo Appenzeller nos deberíamos haber quedado sin petróleo hace tiempo o, en el mejor de los casos, deberíamos estar ya apurando los posos de los yacimientos. Recuerdo que cuando era niño, en los años ochenta, me preocupaba pensar que el petróleo se iba a acabar y nunca podría conducir un coche como el de mi padre. Por suerte los apóstoles del caos que lavaban el cerebro a los profesores de mi escuela no estaban en lo cierto, y el petróleo no sólo no se ha acabado sino que en los últimos veinte años su extracción no ha hecho más que aumentar.
La historia es tan antigua, al menos, como la Revolución Industrial. Llevamos casi doscientos años oyendo que las materias primas se van a acabar y nunca se cumple el pronóstico. Los profetas sin embargo no aprenden, se limitan a alejar más en el tiempo su ineluctable vaticinio. El petróleo, sangre de la economía mundial desde hace casi un siglo, no podía ser menos, y cada vez que sube de precio los visionarios de la catástrofe salen de sus cavernas para recordarnos lo irresponsables que hemos sido y lo negro que pinta el futuro.
La subida que está experimentando el crudo a lo largo de los últimos meses, y que ha situado el barril NYMEX a 45 dólares, es la excusa perfecta que muchos estaban esperando para arremeter contra el libre mercado y su sistema de asignación de los recursos. Esfuerzo inútil el suyo. El petróleo no está por las nubes porque se vaya a acabar y ande la OPEP rebañanando el fondo de los pozos sino porque, coyunturalmente, la demanda es fuerte, más de lo que se imaginaban los suministradores de crudo. A esto, que no es poco, hay que añadir las vicisitudes, también coyunturales, por las que pasa la petrolera rusa Yukos y la inestabilidad en dos grandes productores como Venezuela e Irak.
Hasta que la oferta se adecue a la demanda pasará todavía un tiempo, el imprescindible para optimizar la extracción y abrir nuevos pozos hasta hoy no explotados. En algunos casos será cuestión de meses, en otros de años. El hecho es que las compañías de todo el mundo procurarán ser más eficientes para extraer más petróleo ahora que pueden darle una salida al mercado a unos precios muy interesantes para su cuenta de resultados. Del mismo modo, todas las petroleras que están explorando nuevos yacimientos se darán más prisa para poner a punto la maquinaria antes de que el mercado devuelva el precio del barril a su justiprecio, es decir, a lo que están dispuestos a pagar los consumidores por él.
En los países importadores como España y casi todos los europeos si la carestía se extiende irá paulatinamente sustituyéndose el petróleo por otras fuentes de energía menos costosas. Los coches consumirán aún menos y los clientes preferirán, por ejemplo, las calefacciones de gas a las de gasóleo. Así sucedió hace treinta años y nada hace pensar que suceda ahora exactamente lo mismo. El poder transformador del mercado libre es inmenso. Si existe mercado claro.