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Fernando Serra

Polanco en Chicago

un mercado poco intervenido es la garantía para evitar abusos informativos y tendencias monopolistas, pero su hipótesis central es que la regulación es demandada por grupos de interés, políticamente muy activos y casi siempre productores de información

No deja de ser chocante que en cualquier país democrático se considere aberrante la existencia de medios de titularidad pública en la prensa escrita, e incluso un signo inequívoco de ausencia de las libertades “formales”, mientras resulta natural cuando se trata de los audiovisuales. Basta recordar con qué rapidez se desmanteló y privatizó la llamada Prensa del Movimiento tras la muerte de Franco y cómo permaneció prácticamente inalterable el ente RTVE. Incluso en países con una tradición y arraigo marcadamente liberal como es el Reino Unido, la BBC es propiedad del Estado por mucho estatuto que pretenda garantizar su independencia. Y en EEUU, la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) es un órgano marcadamente intervencionista que ha obligado, por ejemplo, a que los canales de televisión privados transmitan programas educativos para niños. Las televisiones norteamericanas, aunque siempre privadas, están consideradas también como servicios públicos y las concesiones se regulan por ley, no por contrato.
 
Sorprende por tanto que exista, y esté tan asumido, un marco jurídico tan diferente en el sector de comunicación según el medio del que se trate. El premio Nobel de economía Ronald H. Coase ya señaló en los años setenta esta disparidad y destacó que resulta especialmente chocante porque se produce dentro de una paradoja todavía mayor. Efectivamente, a Coase le parece extraño que exista una diferencia tan acusada en el modo y la intensidad de la intervención gubernamental en el mercado de bienes y servicios, mientras que el “mercado de las ideas”, en el que la prensa escrita sería su núcleo central, no sufre apenas regulación. La prueba de ello es que la Primera Enmienda de la Constitución norteamericana consagra “la libertad de palabra o de imprenta” y prohíbe rigurosamente que el Congreso apruebe una ley contra este derecho. Desconcierta por tanto que dentro de un sector tal liberalizado como es la prensa escrita se produzca tanta regulación sobre la radio y la televisión.
 
La explicación está en que esta actividad se suele considerar como un ejemplo de los llamados “fallos del mercado” que se producen en los servicios públicos, así denominados aunque sean ofrecidos por empresas privadas. La intervención del Estado estaría justifica porque, en caso de que solamente actuara la iniciativa privada, estos servicios serían ofrecidos en una cantidad diferente a la demanda, de forma ineficaz y con altos costes de transacción. Es cierto que la oferta de información a través de emisiones de radio y televisión tiene unas especiales características, como que no hay rivalidad en el consumo porque la señal llega igual al margen del número de consumidores o receptores y que, si se trata de canales en abierto, el emisor no puede excluir a ningún receptor. Es decir, la información debe ser considerada como un bien público porque, según esta teoría, una vez revelada a un grupo de consumidores no se puede negar a los que no han pagado para obtenerla. Los defensores de que existan emisores estatales o un mercado muy regulado argumentan que con la titularidad exclusivamente privada se corre el riesgo de que los medios representen únicamente los puntos de vista de un sector concreto de la sociedad. Otros problemas serían que el mecanismo de precios no puede aplicarse de forma directa en los canales y emisoras no codificadas porque se financian por la publicidad y que el espacio radioeléctrico se satura con rapidez al menos en el sistema analógico.
 
Coase tiene presente algunas de estas dificultades es un artículo escrito en 1960, El problema del coste social, que es considerado uno de los textos más citado de la literatura económica. Sostiene en él que los economistas tienden a recomendar la intervención gubernamental cuando el mercado no funciona correctamente y se aparta de los cánones de libre competencia olvidando que la intervención puede tener aún mayores costes y peores consecuencias. Profundizando en los graves costes sociales que la regulación de la industria de la información suele acarrear, otro economista también premio Nobel, George Stigler, sostiene que un mercado poco intervenido es la garantía para evitar abusos informativos y tendencias monopolistas, pero su hipótesis central es que la regulación es demandada por grupos de interés, políticamente muy activos y casi siempre productores de información, no consumidores. Coase y Stigler son dos máximos representantes de la Escuela de Chicago que se hubiesen quedado sorprendidos de cómo el imperio multimedia español es capaz de confirmar sus teorías.

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