Es harto probable que este verano, que se promete seco y caluroso, se vaya la luz. Cuando lo inevitable suceda, el politiquerío patrio –de eso vamos sobrados– se echará las manos a la cabeza y dirá que si la gente gasta mucho, que este año ha llovido poco o que el actual modelo de consumo es insostenible. Porque, aunque muchos lo desconozcan, encender el acondicionador de aire cuando uno tiene calor es, además de un insolidario derroche, un hábito de funestas consecuencias para la salud. Llenos están los hospitales por el dichoso Pingüino que se queda encendido por la noche. Digan lo que digan, el hecho es que es usted, sufrido pagador de recibos, el que se va a quedar sin luz y el que va a ver como se estropea la compra del mes en la nevera. Entonces se acordará de la madre del ministro Montilla, que no es Cristina Narbona pero bien podría serlo. Se acordará de ambos pero no servirá de nada porque el mal ya está hecho.
Para que usted, el vecino o yo mismo podamos encender el ordenador, poner en marcha el lavaplatos o abrir la puerta del garaje es necesario que la energía que hace funcionar todos esos aparatos salga de algún sitio. Y no lo hace del Parlamento, ni del Senado, ni de una covachuela administrativa de esas donde se timbran los impuestos. La electricidad sale de las centrales y es ahí donde está el quid de la cuestión. Se genera menos electricidad de la que los ciudadanos demandan y, para colmo, la que se genera se genera mal. A lo largo de las dos últimas décadas, de los muchos modos que existen de generar energía eléctrica nos hemos empeñado en valernos sólo de los menos eficientes, es decir, de los peores y los más caros.
En España no se pone en funcionamiento una central nuclear desde hace más de veinte años, y las pocas que quedan malviven criticadas por todos y con la amenaza de cierre siempre planeando sobre sus cabezas. A cambio, durante todo este tiempo, nos han colado de matute el cuento de las renovables como si eso de producir electricidad sin coste ambiental estuviese a la vuelta de la esquina. No era verdad. La prueba la tiene cada vez que se va la luz con la llegada del calor. La prueba, de hecho, la va a tener en breve. Nos han mentido como bellacos y, no contentos con eso, pretenden que ahora nos sintamos culpables por disfrutar de comodidades que no se deben, precisamente, al esfuerzo de los ociosos burócratas que pululan satisfechos por los ministerios.
Ya lo explicó Gabriel Calzada en un magnífico artículo hace unos días. Contra la lógica más elemental del mercado, el ministro de Industria quiere castigar a los que más electricidad consumen. El mundo al revés. Es como si se hiciese pagar más por el litro de gasolina a los transportistas o como si los viajeros frecuentes fueran penalizados por las líneas aéreas por volar mucho. Cualquier cosa vale con tal de evitar la cuestión principal, esto es, que se genera menos electricidad de la que se consume. Como eso de dejar que sea el mercado quien asigne la producción adecuada va en contra de los principios de una casta de oportunistas entregados a la causa de quienes les gustaría ver como volvemos a la edad de piedra, la solución la encuentran obligándonos a apagar la luz sin más miramientos. Los más ricos no tendrán problema alguno en hacer frente a los recargos en la factura que ha previsto Montilla. Los más pobres no llegan a ese consumo pero, naturalmente, están deseando hacerlo, cuanto antes mejor. Al final las iniciativas de estos gobiernos de progreso las paga la clase media que es, probablemente, a la que usted, amable lector, pertenece. El eco-socialismo es, en definitiva, un lujo al alcance sólo de los que más tienen.