El gran libro de Smith, “La teoría de los sentimientos morales” (1759), comienza con las palabras siguientes: “Por muy egoísta que se suponga que es el hombre, es evidente que hay en su naturaleza algunos principios, que le hacen interesarse por la fortuna de los demás, y hacerle necesaria su felicidad, aunque nada derive de ella si no es el placer de verla”. Se equivocan pues quienes creen que para Smith, los hombres se mueven sólo por el propio interés, aunque ese sea un impulso muy poderoso: “este sentimiento, como todas las demás pasiones originales de la naturaleza humana, no se limita a los virtuosos y humanitarios, aunque quizá lo sientan con exquisita sensibilidad. El mayor rufián, el violador más endurecido de las leyes de la sociedad, no carece completamente de él.
Es bien sabido que Adam Smith, en “La riqueza de las naciones” (1776), presentó una imagen distinta del ser humano. La frase se ha hecho famosa: “no es de la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero de lo que esperamos nuestra cena, sino de sus miras al interés propio, y nunca les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas”. Al escribir su tratado sobre la economía, Adam Smith pareció olvidar lo dicho en su libro de 1759. Los comentaristas alemanes lo llamaron “das Adam Smith Problem”. Es este algo más que un problema de historia del pensamiento: parece señalar una división casi esquizofrénica en el ser humano.
El premio Nobel Vernon Smith escribió en 1998 un trabajo titulado “Las dos caras de Adam Smith”, en el que contrastó estas dos teorías de Adam Smith con experimentos realizados en laboratorios informáticos, con personas y dinero reales. En el “juego del dictador” uno de los jugadores recibe 100 dólares y puede decidir cómo los reparte con otro de los estudiantes; si este segundo rechaza lo que le dan, ambos quedan sin nada. Según la teoría “La riqueza de las naciones”, un reparto aceptable sería 99 dólares por 1, pues el segundo estudiante no debería rechazarlo al considerar que 1 dólar es mejor que nada. Pero en los juegos de laboratorio, el receptor a menudo rechaza sumas mucho mayores, por considerarlas injustas. Además cuando el “dictador” ha conversado con el receptor, suele atribuirle una suma mayor que cuando el juego es anónimo.