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Cristina Losada

Al son de la Internacional

Mientras se ha condenado al nazismo por sus intenciones y sus hechos, se persiste en juzgar al comunismo sólo por sus intenciones. Sus horrores desaparecen filtrados por ese tamiz. También esto lo observó el maestro que acaba de morir.

Cuando terminaba un artículo sobre el exterminio del campesinado soviético, entró por la ventana abierta el sonido de la Internacional. No sé cuál de las manifestaciones convocadas en Vigo concluyó con el himno que hicieron suyo los comunistas, pero lo interesante del caso es que pudo haber puesto el colofón musical a cualquiera de ellas. No importa cuánto sepamos de la barbarie comunista, de los sufrimientos que en nombre de esa utopía se infligieron a millones de personas, de cómo convirtió a los trabajadores en siervos, cuando no esclavos. Sus símbolos se siguen respetando y utilizando para representar la causa de los trabajadores. Una prueba más, un Primero de Mayo cualquiera, de la agudeza de Jean-François Revel cuando escribió El conocimiento inútil.

Tal vez los que participamos de la creencia comunista y luego descubrimos la auténtica faz de las realidades que ha destilado, seamos más sensibles que otros al uso continuado de su simbología. Las banderas rojas, las hoces y martillos, los puños levantados que se han paseado por las calles españolas en un día como hoy, no nos dejan indiferentes. No las podemos dar de lado como a un carnaval político más. Sabemos lo que late tras esos signos, y en ello no somos los únicos. Pero tenemos experiencia de la fascinación que ejercen, que es la que emana del mesianismo que representan. Del sueño de una sociedad perfecta a construir sobre las cenizas de la existente, por obra y gracia de un grupo de iluminados, los ungidos, los que saben lo que conviene a la Humanidad. El sueño de la Razón que engendra monstruos.

Nadie aceptaría hoy que en un acto, siquiera uno, se enarbolaran las cruces gamadas y el resto de la teatral parafernalia nazi. Ni que se pusieran altavoces a su cancionero. Pero mientras se ha condenado al nazismo por sus intenciones y sus hechos, se persiste en juzgar al comunismo sólo por sus intenciones. Sus horrores desaparecen filtrados por ese tamiz. También esto lo observó el maestro que acaba de morir. Cuando el parlamento de la República Checa propuso declarar delictiva la negación de las atrocidades comunistas, el historiador Robert Conquest se preguntó qué distinción podía hacerse entre el revisionista del Holocausto nazi y el negador del soviético. A lo que Stephen Schwartz apostilló: la diferencia es que el segundo puede dar clases en la Universidad sin tener que ocultar sus opiniones. Exactamente.

¿Cuál es el misterio del persistente atractivo del comunismo? ¿Qué explica que a pesar de que pocos se atreven ya a reclamarse de él (no tan pocos, por ejemplo, en Italia), continúen tantos prendidos en su telaraña? Revel dedicó buena parte de su vida a investigarlo. La cuestión es compleja, pero el sonido de la Internacional me traía una de las claves: la fascinación del poder ilimitado. La tentación totalitaria. Ese poder ejercido sin restricción alguna que los comunistas se arrogaban, embriagados de superioridad moral. Ellos se extinguieron (no del todo), pero su escuela permanece.

Entre los aprendices del poder sin límites cabe de todo. Hasta personajes como Pepiño Blanco, cuya condición de trabajador desconocíamos, pero que estaba en la manifa de Madrid, corporeizando el nexo entre el gobierno y los sindicatos. Una fusión digna de los Primeros de Mayo institucionales del extinto imperio soviético. O del franquismo. Los sindicatos con el gobierno y el gobierno con los sindicatos. Tú por mí, y yo por ti. Son los gestos del nuevo régimen, de la democracia social a lo Girón. Aunque ninguno tan comprometido como el respaldo que han dado CC.OO. y UGT al proceso de negociación con la ETA. Sí, las marchas de este Primero de Mayo fueron al paso alegre de la paz.

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