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Jeff Jacoby

Cómo el Estado empeora las cosas

"Ni la vida, ni la libertad ni las propiedades de un hombre están seguras mientras el Congreso está reunido", advirtió Mark Twain. Era un gran humorista, pero esto no fue un chiste.

¿Qué tienen en común la debacle de las hipotecas de riesgo y el etanol? A primera vista, nada en absoluto. Pero rasque un poco la superficie, y verá que ambos constituyen un buen recordatorio del más contundente de los decretos no escritos, la ley de las consecuencias imprevistas, y de la frecuente tendencia que tienen las soluciones impuestas por el Estado de exacerbar los daños que fueron concebidas para resolver.

Pensemos en el etanol, el tan traído y llevado biocombustible fabricado (principalmente) a partir de maíz. El etanol viene siendo publicitado como el arma definitiva de la cruzada de moda contra el cambio climático, porque cuando se mezcla con gasolina reduce de manera modesta las emisiones de dióxido de carbono. Por tanto, si un poco de etanol es bueno, mucho etanol tiene que ser mucho mejor, así que el Congreso y la administración Bush decretaron que la producción de etanol se multiplicara por seis, de los 142 millones de barriles del año pasado a los 852 millones hasta 2022.

Pero ahora afloran noticias de que es probable que la expansión del uso del etanol no suponga menos dióxido de carbono en la atmósfera, sino más. Mucho más: en lugar de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero debidas a la gasolina alrededor de un 20% (la estimación en la que se basó el Congreso para promulgar el incremento de la producción) el etanol hará que tales emisiones prácticamente se dupliquen a lo largo de los próximos 30 años.

El problema, expuesto en dos estudios aparecidos en la revista Science, es que cultivar las materias primas de los combustibles biológicos, tales como el maíz, exige una gran cantidad de tierra, y cuando se despejan bosques y prados para el cultivo se liberan enormes cantidades de dióxido de carbono. La reserva de tierras para el cultivo también elimina los "sumideros de carbono", que absorben el dióxido de carbono atmosférico. La idea central: el mandato estatal sobre el etanol contraerá una "deuda de carbono" que llevará décadas, tal vez siglos, sufragar.

En realidad, el resultado final no se queda en eso. Incrementar artificialmente la producción a través de subvenciones también genera otros problemas. Por ejemplo, la deforestación, la pérdida de biodiversidad, el agotamiento de los acuíferos o incendios más letales (los incendios de etanol son más difíciles de apagar que los alimentados por gasolina). Más etanol se traduce incluso en más hambre: cuanto mayor sea la proporción de la cosecha norteamericana de maíz dedicada al etanol, más se dispara precio del maíz, una catástrofe para los países del Tercer Mundo donde este cereal es un importante componente de la dieta.

El senador por Iowa Charles Grassley repite que "todo lo relacionado con el etanol es bueno, bueno, bueno", pero simplemente no, no, no lo es. Esta es la razón de que el destino del etanol, incluyendo la cantidad que se produce, debería quedar determinado por el proceso descentralizado del libre intercambio (las interacciones voluntarias entre incontables consumidores y productores, compradores y vendedores, actuando cada uno en función de su juicio y de sus propios intereses). En su lugar, el Congreso y el presidente, convencidos como siempre de que ellos saben qué es lo mejor, impusieron desde arriba una única directiva torpe e inflexible. El resultado es que el dióxido de carbono que pretendían reducir se incrementará, y muchas personas sufrirán desgracias innecesarias.

El colapso de las hipotecas de riesgo es otra demostración de la ley de las consecuencias imprevistas.

La crisis tiene su origen en la Leyde Reinversión en la Comunidad de 1977, una regulación de la era Carter que pretendía evitar la práctica de "trazar líneas rojas" (negar hipotecas a los prestatarios negros) presionando a los bancos para que concedieran hipotecas en "barrios de ingresos bajos a moderados". Según esta ley, los bancos serían evaluados en función de su consideración hacia las "necesidades crediticias" de los "barrios poblados principalmente por minorías". Cuanto más alta era la puntuación de un banco, más probable era que los burócratas le permitieran abrir una nueva sucursal o llevar a cabo una fusión o adquisición de importancia.

Pero para alcanzar puntuaciones elevadas, los bancos estaban obligados a extender préstamos cada vez más arriesgados a prestatarios que, bajo los criterios normales de capacidad acreedora, no estaban en posición de suscribir una hipoteca. La Ley de Reinversión del 77 se endureció aún más durante la administración Clinton, acorralando a entidades financieras en un callejón burocrático sin salida. "Si cumplen la ley", escribe el economista del Loyola College Thomas DiLorenzo, "saben que sufrirán más descubiertos hipotecarios. Si no cumplen, se enfrentan a multas financieras... que pueden costar miles de millones de dólares a una gran corporación como el Banco de América."

Los bancos de toda la nación se decantaron así por extender cada vez más préstamos "de riesgo" y por comprometerse con criterios de aprobación peligrosamente laxos (sin entradas, sin verificación del nivel de ingresos, planes de pagos sujetos exclusivamente al interés, historiales crediticios dudosos). Si intentaban compensar los elevados riesgos que estaba asumiendo gravando tipos de interés más elevados eran acusados de orientar injustamente a los clientes hacia préstamos "depredadores" que no se podían permitir.

Atrapados en una situación imposible, debido por completo a la acción del Estado, a las entidades de crédito solamente les cabía esperar que los precios de la vivienda siguieran ascendiendo, aplazando así el inevitable colapso. Pero una vez que la burbuja inmobiliaria estalla, ya no hay salida. Las entidades financieras han empezado a quebrar, miles de propietarios han visto ejecutadas sus hipotecas de riesgo e incontables clientes de estos bancos ya no pueden obtener hipotecas. Los daños colaterales han alcanzado a inversores de todo el mundo. Y todo ello gracias al Estado, que estaba convencido de que comprendía el sector hipotecario mejor que el libre mercado y en base a esa seguridad creó las condiciones que han hecho inevitable el desastre.

"Ni la vida, ni la libertad ni las propiedades de un hombre están seguras mientras el Congreso está reunido", advirtió Mark Twain. Era un gran humorista, pero esto no fue un chiste.

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