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John Stossel

Que no la rescaten

Dudo mucho que unos congresistas que recurran a la intimidación estatal sean mejores que el mercado libre para seleccionar cuáles son las inversiones más rentables. Más bien al contrario: lo lógico es que tomen sus decisiones por intereses políticos.

¿Acaso los directivos de los tres grandes fabricantes de automóviles piensan que somos idiotas?

"El coste social [de la desaparición de General Motors, Ford o Chrysler] sería catastrófico: se perderían tres millones de empleos en un solo año", predecía el presidente de General Motors, Rick Wagoner, durante su última comparecencia ante el Congreso. Afortunadamente, el Congreso no cayó en su trampa... todavía. Pero ya veremos qué sucede dentro de un mes o un año. El presidente electo Obama, por ejemplo, se muestra receptivo a un eventual rescate.

Los directivos de la industria automovilística intentaron responsabilizar a la crisis económica mundial de sus malos resultados. También defienden que sus compañías se han esforzado por adaptarse a la demanda de los consumidores durante los últimos años: "Hemos tomado medidas difíciles para recortar los costes, al tiempo que invertíamos miles de millones de dólares en vehículos de consumo económico", escribía Wagoner en The Wall Street Journal.

Pero si esto es así, ¿por qué es necesario rescatar a estas empresas? Si la recesión mundial afecta a todo el mundo, ¿cuál es el motivo por el que debemos tratar de manera especial a los fabricantes de automóviles? Si fuera cierto que GM y los demás fabricantes han hecho tanto por incrementar su productividad y mejorar la calidad de sus automóviles, los inversores privados, que siempre buscan empresas eficientes donde depositar sus ahorros, deberían acudir a rescatarlas en masa.

Wagoner y sus colegas esperan que nos olvidemos de una de las lecciones más importantes de Frederic Bastiat: no hay que valorar la intervención pública únicamente en función de sus consecuencias inmediatas y evidentes sobre los beneficiarios, sino también según los efectos invisibles sobre el resto de la sociedad. Si los fabricantes de coches reciben 25.000 millones de dólares porque el Gobierno federal garantiza sus préstamos, otras empresas no podrán obtener esos fondos en forma de crédito. Los recursos que se utilicen para producir automóviles no se pueden emplear en otras actividades.

¿Por qué han de ser los políticos quienes decidan la identidad de los receptores de esos fondos? Dudo mucho que unos congresistas que recurren a la intimidación estatal sean mejores que el mercado libre a la hora de seleccionar cuáles son las inversiones más rentables. Más bien al contrario: lo lógico es que tomen sus decisiones por intereses políticos, fijñandose, por ejemplo, en quienes fueron los mayores donantes de su campaña electoral.

Los inversores privados, al arriesgar su propio dinero, tienen un enorme interés en separar el grano de la paja. Su poder adquisitivo depende de encontrar empresas con las mejores perspectivas de complacer a los consumidores. Y parece claro que los fabricantes estadounidenses no han dado la talla frente a Honda, Toyota, Nissan, Kia, Hyundai, BMW o Daimler.

"El futuro de nuestro sector automovilístico es crítico para la salud de la economía estadounidense", sostiene Wagoner. Pero, ¿por qué debemos creerle? Es verdad que Estados Unidos necesita coches, pero no existe una única forma de producirlos: se pueden fabricar directa o indirectamente (esto es, produciendo otra mercancía para intercambiarla por un automóvil). Y no debería provocarnos sonrojo obtener los coches de manera indirecta.

En cualquier caso, los tres de Detroit no son los únicos productores de automóviles en Estados Unidos: los inversores extranjeros también disponen de empresas dentro de nuestras fronteras que proporcionan trabajo a 113.000 estadounidenses. ¿A quién le importa que sean marcas extranjeras?

Lo más probable es que GM, Ford y Chrysler ni siquiera lleguen a quebrar en ausencia de un rescate público. El concurso de acreedores se traduciría en una reorganización supervisada de su actividad, en la defensa de los intereses de los acreedores y en la revisión de los contratos sindicales. Las compañías harán lo que deberían haber hecho hace años: cerrar fábricas, eliminar parte de los concesionarios y deshacerse de ciertos convenios sindicales. Sería un cambio positivo que las volvería más eficientes.

Está claro que el sector estadounidense del automóvil prefiere cabildear a los políticos antes que enfrentarse con un concurso de acreedores. Constituiría un desastre económico que el Congreso dirigiera estas compañías dictando cómo fabricar coches o qué cantidad pagar a sus ejecutivos. Pero eso será exactamente lo que suceda si los políticos aprueban garantizar su deuda. El rescate sería como el cuento de Robin Hood pero al revés: robar a los pobres para dárselo a los ricos. Como escribía Daniel Mitchell, del Cato Institute:

La burocracia de los fabricantes estadounidenses se encuentran entre los ciudadanos más ricos del país. Sus jefes sindicales también obtienen unos salarios exagerados e incluso los de menor rango dentro de la plantilla ganan más que el americano medio.

Una economía en recesión necesita purgar las malas inversiones que se cometieron durante los años de intervencionismo estatal. Obligar a que el capital permanezca en las empresas fracasadas sólo prolongará la época de vacas flacas.

En Libre Mercado

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