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Obanomics

El desafío político del presidente será cómo ingeniárselas para culpar a sus rivales. Pero contará con el aplauso de los que están dispuestos a pagar cualquier precio y hacérselo pagar a la sociedad con tal de ver progresar el papel del Estado.

La campaña de Obama consistió en proclamarse el superador de todas las divisiones derecha-izquierda del país, ocupando el centro del centro. Para ello tuvo que ocultar esmeradamente su pasado de progressive, más allá de los líberals, con el entusiasta encubrimiento de los poderosos medios de comunicación demócratas.

Durante la transición hizo nombramientos que sembraron cierta inquietud entre su izquierda, la cual empezó a temer que la retórica centrista de la campaña pudiera ser cierta, lo que hubieran entendido como una traición. El aplazamiento por un año del asunto de Guantánamo, la aceptación de ciertas técnicas de interrogatorio, la cautela respecto a Irak y la beligerancia respecto a Afganistán, parecían presagiar lo peor para sus partidarios más acérrimos.

Pero no hubo tal. La presentación de su multimillonario proyecto de gasto en calidad de estímulo para la economía, y de su presupuesto colosalmente deficitario y osadamente transformador, nos lo revela como el creyente que fue en su juventud en cambios del sistema y la sociedad cuyas consecuencias tienen más de revolucionarias que de reformistas, si bien el impulso de ruptura es perceptible ante todo en la temeridad de aprovechar el peor momento económico como la gran oportunidad para lanzarse a los más arriesgados experimentos en las bases de la economía y el consuetudinario contrato social.

Como se esperaba, la propaganda electoral era esencialmente falaz, pero el público americano no está pasándole factura. Al contrario. Sus índices de aceptación estaban por encima de los votos obtenidos, con un 60% bien cumplido, lo que es normal para un presidente que se estrena, y se han disparado tras los discursos hasta el 80%, con las esperanzas del público en que sus medidas saquen al país de la crisis. No son porcentajes tan altos como los que obtuvo Bush tras el 11-S, pero apuntan a una muy elevada confianza.

No es eso lo que piensan los economistas que tienen que lidiar cada día con los mercados. Estos han dado el contrario voto de desconfianza con la caída de las cotizaciones. Las mismas estadísticas se han rebelado. Dos días después del discurso del martes ante la sesión conjunta de ambas cámaras, llegó la corrección de las primeras cifras sobre la actividad económica en el último trimestre, mucho peores de lo inicialmente previsto. La caída rebasa el 6%, suficiente quizás para pulverizar los rosáceos cálculos en lo que se fundamenta la supuesta reducción del déficit público a lo largo de todo el mandato presidencial que ahora se inicia. Requiere crecimientos que hoy por hoy parecen fantásticos a cualquier economista que tenga que operar con la realidad.

Bajo la enorme presión de ser acusados de agoreros que desean el mal del país para salirse con la suya, los republicanos no se han tragado el anzuelo. Las utopías presupuestarias de Obama serán con toda probabilidad inalcanzables y acentuarán y prolongarán la crisis. El desafío político del presidente será cómo ingeniárselas para culpar a sus rivales. Habilidad en la prestidigitación política no le falta. Y contará con el aplauso de los que están dispuestos a pagar cualquier precio y hacérselo pagar a la sociedad con tal de ver progresar el papel del Estado en la vida pública. Un proyecto socializante que europeanizará la sociedad y el sistema americanos. La previsible consecuencia, amén del enorme déficit que los americanos habrán de pagar durante más de una generación, es un aumento de la seguridad a costa de una pérdida de vitalidad, dinamismo e independencia individual. Las consecuencias geopolíticas, cuando los regímenes autocráticos se prestan cada vez mayor solidaridad mutua y tratan de modificar el orden internacional llevando las aguas hacia sus molinos, no pueden dejar de ser preocupantes para las democracias, ya sólo semiliberales. 

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