A estas alturas, a nadie le quedará ya ninguna duda de que nos están tomando el pelo. Al tiempo que se conocía que la nueva cifra oficial del paro alcanza los cuatro millones de personas, se ha sabido que los parlamentos autonómicos gastan en conjunto 432 millones de euros al año. El mismo día, el Gobierno regalaba y se regalaba a sí mismo libros de poesía. A Elena Salgado y a De la Vega sólo les ha faltado decir que no les hablaran del paro, que era una molestia para el fin de semana que se habían preparado.
Lo que se nos viene encima es aún peor. El paro va a seguir aumentando y el Gobierno –o los gobiernos– seguirán aplicando sus recetas de incremento del gasto público y parálisis de cualquier reforma con tal de mantenerse en el poder y seguir regalándose unos a otros libros de poesía, además de trajes (o relojes: ¿se han fijado ustedes en el tamaño de los que gastan nuestros políticos?). Puede que en algún momento haya una inflexión en la economía, producida por algún tipo de recuperación global. Pero incluso aunque esto ocurriera, la economía española, a falta de reformas, habrá perdido competitividad, no será capaz de generar suficiente riqueza y por tanto el número de parados se estancará, tal vez durante veinte años, entre el quince y el veinte por ciento.
Habrá triunfado de nuevo el socialismo, que es la mejor manera que se conoce de que una mayoría viva sin trabajar, mientras una minoría –no tan pequeña, pero minoría al fin y al cabo– sigue esforzándose por crear empresas, trabajar y dar trabajo a los demás. Incluso está dispuesta a pagar los impuestos con tal de que le dejen hacer, más o menos, lo que quiere.
Resulta curioso, pero cuando se escucha hablar de austeridad o incluso de frugalidad, como tantas veces ocurre desde hace ya más de un año, lo que se está dando a entender a menudo parece ser que los culpables de la crisis son esas mismas personas –empresarios, autónomos, gente con una vocación y empeño suficiente para cumplirla– a las que una sociedad parasitaria está dispuesta a explotar con más cinismo aún que antes: más regulaciones, más deuda, más impuestos para los chivos expiatorios de una sociedad que no está dispuesta a cambiar sus costumbres. Nuestros gobernantes, sus parlamentos, sus trajes y sus relojes dan el tono. Cada uno habrá de meditar si vale la pena esforzarse mucho en estas condiciones. El peor delito, la ambición.