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Manuel Llamas

Ni derechas ni izquierdas

El antagonismo se dirime entre estatistas y liberales: Estado o mercado; público o privado; presupuestos o capital; intervención o desregulación; subvención o iniciativa; dirigismo o creatividad; sociedad o individuo.

El actual debate ideológico está agotado. Es inviable, inservible y del todo ineficaz para alcanzar la aspiración que, desde sus inicios, ha defendido y aún defiende el auténtico liberalismo. Esto es, la limitación real del poder público y el blindaje de la libertad individual y la propiedad privada. Condiciones básicas para el desarrollo y la prosperidad del ser humano en todos sus ámbitos.

Los Estados de medio mundo están aprovechado la crisis económica como excusa perfecta para extender sus áreas de intervención e influencia sobre la vida y los bienes de los ciudadanos. Lo políticos, ésos cuyos sueldos, prebendas y privilegios pagamos, se erigen ahora en salva patrias económicos y protectores sociales arguyendo que el mercado ha fracasado y que, por lo tanto, es el momento de establecer un "nuevo orden". El suyo.

Y mientras tanto, sus gobernados permanecen inertes, paralizados, esperando que la solución, una y otra vez prometida por los dirigentes políticos, caiga del cielo. Patético, a la vez que triste. Las economías crecen y los individuos prosperan a pesar de los gobiernos, no gracias a ellos. Se trata de una máxima una y otra vez demostrada por la historia: a mayor poder estatal, menor libertad individual. Véase Cuba, Corea del Norte, Zimbabwe, o los fascismos y comunismos de antaño. Por el contrario, a mayor libertad económica, más riqueza y desarrollo. No hay excepción. Dicha máxima se cumple caso por caso.

Pero la demagogia política suele desviar con excesiva frecuencia la atención de las víctimas, los ciudadanos, sobre los auténticos culpables: el intervencionismo económico y monetario. Las sesiones parlamentarias son la escenificación semanal de un elaborado teatro en el que unos y otros se culpan de todos los males para tratar de demostrar que su familia –partido– es la mejor. Sin embargo, su único y verdadero fin es la conquista y el mantenimiento del poder.

Por desgracia, ha desaparecido del debate actual la pregunta clave que, históricamente, se ha formulado la filosofía política: ¿cómo se debe gobernar? Y ha sido sustituida por una cuestión inocua, vacía y errónea: ¿quién debe gobernar? No es cuestión de izquierdas y derechas. Ambas han muerto a la vista del progresivo acercamiento ideológico que promulgan las distintas formaciones.

La pugna política de hoy es mucho más profunda y sustancial. El antagonismo se dirime entre estatistas y liberales: Estado o mercado; público o privado; presupuestos o capital; intervención o desregulación; subvención o iniciativa; dirigismo o creatividad; sociedad o individuo; igualdad (en sentido material, no jurídico) o libertad.

En definitiva, la reivindicación de una serie de derechos y valores que son intrínsecos al ser humano. Si el Estado gana esta batalla ideológica y moral, el individuo acabará cediendo nuevas parcelas a la clase parasitaria. El Gobierno acaparará más control, promulgará normas más restrictivas, impondrá nuevos impuestos y tasas, aumentará la burocracia, gozará de mayor inmunidad judicial... Bertrand de Jouvenel explica a la perfección en sus obras cómo crece y se desarrolla el poder estatal en detrimento siempre del individuo.

No es algo extraño, ni siquiera lejano. Sucedió en Argentina hace décadas con Perón –el modelo sigue vigente con los Kirchner– y se extendió a numerosos países europeos tras el estallido de la Gran Depresión. En la actualidad, se ha impuesto en Venezuela, en Bolivia, en Ecuador e, incluso, amenaza ya a Sudáfrica. Las crisis económicas y sociales constituyen un caldo de cultivo ideal para este tipo de movimientos. La tentación de confiar en el estatismo resurge con fuerza. Si triunfa, las recetas que nos vende el Estado hoy serán, sin duda, los problemas del mañana.

En Libre Mercado

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