En un afán de ordenar y transparentar los presupuestos de entidades gubernamentales, la legislación incentiva a gastar innecesariamente y a evitar el ahorro. El entorno jurídico y político de los presupuestos gubernamentales suelen impulsar actitudes contrarias a las practicadas por empresarios prudentes que gestionan su propio dinero.
La primera gran diferencia entre la gestión del dinero en una empresa privada y la manera en que se hace en una dependencia gubernamental es que en el Gobierno nadie arriesga su propio dinero, por lo que los beneficios o las pérdidas no afectan a su patrimonio. En mi empresa, si cometo errores disminuye mi capital, pero si la manejo con eficiencia se incrementa mi patrimonio.
Los esfuerzos de directivos de empresas estatales en aumentar la productividad no los beneficia. Muchas veces nadie les reconoce ese esfuerzo y no les dan ni las gracias. Por lo tanto es necesario buscar mecanismos para que quien maneje bien los recursos gubernamentales obtenga un beneficio o un reconocimiento y quien los dilapide reciba menos o sea despedido.
Otro incentivo perverso es la generalizada condena al ahorro. Si el encargado de un ente público no gasta todo el presupuesto asignado, porque consideró que no había necesidad de hacerlo, es a menudo recriminado por los medios de comunicación y los congresistas. Además, al año siguiente le asignarán menos presupuesto porque gastó menos. Por el contrario, a los burócratas que se inventan gastos normalmente les dan más dinero porque suponen que les hace falta.
Los presupuestos estatales son rígidos; en ocasiones sobra en un renglón y hace falta en otro, pero por ley no se permite redistribuir racionalmente el presupuesto asignado.
Es necesario revisar la legislación presupuestaria porque castiga a quienes tratan de ahorrar recursos fiscales y se premia a quienes no les importa dilapidar el dinero que los ciudadanos pagan en impuestos.