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John Stossel

A por las tarjetas de crédito

Nunca he comprendido cómo se ayuda al pobre limitando sus opciones.

"Las subidas de las comisiones y los intereses por impago deben acabar. Basta de letra pequeña, basta de términos de uso y condiciones confusas", dijo el presidente Obama mientras defendía otra de esas soluciones tan suyas que si algo mejoran es el tamaño del Gobierno. En esta ocasión, los malos eran las compañías de tarjetas de crédito.

Las tarjetas de crédito son el sueño de un demagogo hecho realidad. ¿Qué mejor forma de ganarse el afecto de la opinión pública que despacharse contra los bancos por las duras condiciones que imponen para acceder a los préstamos? En el juego moral de los políticos, quienes dan créditos son los malos y quienes no los pagan sus víctimas desamparadas.

Pero pongamos antes que nada un poco de sentido común: nadie tiene un derecho de nacimiento a ser titular de una tarjeta de crédito. Un tercero tiene que estar dispuesto a asumir el riesgo de extenderla. Los bancos proporcionan tarjetas en su búsqueda de beneficios. No tiene nada de malo.

Piense en lo que es una tarjeta de crédito. Es acceso fácil a préstamos sin aval ni garantía, que permiten al consumidor comprar sin dinero en efectivo bienes de todo tipo, incluyendo servicios de urgencia. Si se paga la factura puntualmente, se disfruta de un servicio fantástico a cambio de casi nada. Y si las circunstancias le impiden abonarla en su totalidad, puede fijar un calendario de pagos, acordando un mínimo mensual de devolución, a cambio de lo cual se le cobrará un interés por la deuda. No hay sorpresas.

Para apreciar en su justa medida las tarjetas de crédito, vale la pena recordar que antes de que existieran había que pedir créditos personales a los bancos, las empresas financieras, las casas de empeño y los usureros. Esos préstamos no eran tan cómodos ni la amortización tan flexible. Algunas personas compraban bajo fianza, lo que significaba que no se llevaban los productos a casa hasta haberlos pagados por completo. Algunos usureros hasta les rompían las piernas a los clientes que no pagaban.

Las tarjetas de crédito no inventaron las deudas; son simplemente una alternativa mejor a los métodos antiguos.

Siempre que el presidente Obama y el resto de políticos hagan demagogia con este asunto, tenga presente dos cosas: la vida sería mucho más difícil sin tarjetas de crédito y los bancos no tienen por qué seguir extendiéndolas. Tenga cuidado con lo que desea.

Los políticos son demasiado miopes y están demasiado hambrientos de votos para hacer estas advertencias. Quieren una "Declaración de Derechos del Titular de Tarjetas de Crédito" que prohíba ciertas prácticas de facturación, como elevar los intereses en tarjetas ya extendidas. Es comprensible que estas prácticas no gusten a nadie, pero la competencia tiende a eliminar las peores. Y en cuanto al cambio en los intereses, suscribir un préstamo en que cada mes pagamos una cantidad distinta y cuya fecha de devolución puede cambiar significa en la práctica la concesión de un crédito nuevo cada mes; como rezan las condiciones, los intereses pueden cambiar. Si el emisor de la tarjeta nunca pudiera subirlos, ni siquiera cuando las condiciones económicas cambian, probablemente cobraría a todos sus clientes un interés mayor para compensar ese mayor riesgo.

Todd Zywicki, profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad George Mason y experto en créditos al consumo, señala que la industria de las tarjetas es altamente competitiva. La red está llena de páginas que permiten la comparación fácil de las condiciones de cada una. La competencia ha empujado a los bancos a ajustar lo que cobran a cada consumidor con el riesgo que les supone. En los primeros tiempos, los titulares de una tarjeta pagaban intereses más elevados y una comisión anual (que no era sino una forma de esquivar las leyes contra la usura). Ahora esas comisiones anuales han pasado a la historia. Los intereses son en general más bajos. Los intereses por impago y por superar el límite son desagradables, pero no se cobran hasta que la conducta del titular de la tarjeta los provoca. Esto no equivale a decir que no haya compañías de tarjetas que abusan del consumidor, pero como observa Zywicki, "hay una cantidad considerable de herramientas que permiten a tribunales y reguladores combatir las prácticas engañosas y fraudulentas caso por caso".

Los políticos asumen que desconocemos por completo las condiciones de las tarjetas. Sin embargo, Zywicki señala que la gente que sigue el gasto de la tarjeta es consciente de los intereses que paga y quienes tienen saldos más elevados son aún más dados a comparar entre competidores".

La Declaración de Derechos parece diseñada para evitar que la gente se endeude demasiado. Esa motivación es honorable, pero al Gobierno nunca se le han dado bien ese tipo de protecciones. La ley de las consecuencias imprevistas no puede ser derogada, y lo que el Gobierno da con una mano, lo quita con la otra sin que nos demos cuenta. Elevar los gastos de los bancos impedirá el acceso de la gente de rentas más modestas a las tarjetas de crédito, y eso sólo les empujará a formas de crédito más caras, como los anticipos sobre nómina.

Nunca he comprendido cómo se ayuda al pobre limitando sus opciones.

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